En el nombre del rey, y contra el rey
Hoy se abre el año judicial en un momento para España plagado de incógnitas y amenazas en muchos frentes y cuya solución precisa que el poder abandone su arrogancia, y la oposición, su obcecación
El artículo 117 de la Constitución dice que la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey. Pero ni este ni aquel parecen lograr que el poder político se avenga a aceptar pacíficamente la independencia del judicial, sometido hoy a tal clase de presiones y claudicaciones que en realidad parece que lo que pretenden nuestros líderes, sin distinción de ideologías, es que dependa enteramente de ellos. Al fin y al cabo, ya hace décadas que Alfonso Guerra decretó la muerte de Montesquieu.
Se celebra hoy la apertura del curso judicial con un Consejo General prorrogado desde hace años, al igual que el Tribunal Constitucional, o el Defensor del Pueblo, y ahora también el Tribunal de Cuentas. Lo irregular del caso se debe a un sectarismo y obcecación que tienen nombre y apellidos: Pedro Sánchez y Pablo Casado. Ambos demandan unidad y consenso, pero solo provocan enfrentamiento y fragmentación en pos de ambiciones pequeñas que a este paso no les serán muy duraderas. Ni la pandemia, causante de más de cien mil muertos y otros muchos miles de ciudadanos enviados a la quiebra cuando no a alinearse en las colas del hambre; ni los ataques a la unidad territorial de España y a la Constitución que la garantiza; ni la campaña contra una forma de Estado, la monarquía parlamentaria, que con cuantos errores puedan haberse cometido ha generado la etapa más larga de libertad, democracia y bienestar disfrutados por los españoles; ni la reciente derrota militar de Estados Unidos y sus aliados europeos en Afganistán; ni tantas otras calamidades públicas que podríamos citar, parecen motivo suficiente para que los líderes del PSOE y el PP sean capaces de negociar decisiones que por su propia naturaleza demandan consenso. El presidente del Gobierno se resiste incluso a informar al Parlamento sobre cuestiones tan graves como las apuntadas, faltando gravemente a la rectitud moral exigible a un gobernante democrático. Él y su principal opositor se dedican a insultarse en los escaños de las Cortes, convirtiendo su prédica en vulgar pelea de polluelos, pues ni siquiera tienen el afilado espolón de los gallos. Hasta el punto de que el autocomplaciente argumentario socialista no trata tanto de defender su proyecto, si proyecto hubiera, sino de mostrarse como si el Gobierno fuera la oposición de la oposición.
En este panorama, que desdice del comportamiento mayoritariamente pacífico de nuestra ciudadanía, los españoles tienen derecho a la angustia. Ya he citado los nombres de los responsables, pero, como es obvio, lo es mayormente el jefe del Gobierno, obligado como está a velar por el interés general, que incluye también las demandas de quienes no le votaron. Su aseveración de que en momentos como por los que atravesamos el diálogo con el PP se ha establecido al nivel conveniente, un destacado fontanero político de La Moncloa, expresa la profundidad del problema. El interlocutor adecuado para presidente del Gobierno es el jefe de la oposición, por más que este nombramiento no exista en el reglamento parlamentario, aunque sí en los decretos de protocolo del Estado. El propio Sánchez disfrutó de esa prerrogativa, garantía de estabilidad en un sistema basado en un bipartidismo imperfecto, amenazado hoy por la fragmentación identitaria y las políticas del odio.
El acto de hoy se celebra en medio de la mayor crisis judicial que ha conocido nuestra democracia. La elección de jueces y magistrados miembros del CGPJ por el Parlamento, y no por los integrantes de la carrera judicial, ha derivado en una seria politización de la justicia, correlativa a la ya extrema judicialización de nuestra vida política. El método de selección fue cambiado a instancias del primer gobierno de Felipe González, que logró una mayoría parlamentaria absoluta en las elecciones celebradas después del golpe de Estado del 23-F. Gran parte de la magistratura provenía entonces del franquismo. Además de padecer las tendencias expansivas naturales de todo poder ejecutivo, González pensó que un mayor control parlamentario del estamento judicial facilitaría el normal desarrollo de la Transición en un país acosado, de una parte, por las militaradas, y de otra, por el terrorismo etarra. Nuestra naciente democracia estaba así visible y violentamente amenazada. El cambio legislativo lo impulsó el ministro de justicia, Fernando Ledesma, miembro de Jueces para la Democracia, asociación que desempeñó un papel importante en la renovación del Poder Judicial cuya independencia ha brillado, con las inevitables excepciones, durante los más de 40 años de monarquía parlamentaria.
Pero los tiempos han cambiado. Jueces para la Democracia hoy son todos los jueces y magistrados en ejercicio, cualesquiera que sean su credo religioso, orientación política, identidad sexual o tendencias intelectuales. Parece abusivo que una asociación profesional concreta mantenga ese nombre en exclusiva, como si las demás no trabajaran igualmente por la consolidación democrática. Mientras se fortalecía así el Poder Judicial, se desfiguraba el del Parlamento. El sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas ha dado a luz una auténtica partitocracia, ajena demasiadas veces a la voluntad e intereses de los electores. De este modo, los nombramientos para el gobierno de los jueces han devenido en una especie de lotización partidaria. Parece más que razonable volver al sistema de elección por los propios jueces, tal como demanda la gran mayoría de ellos y sucede en la Unión Europea. PP y PSOE pueden y deben comprometerse a hacerlo en la presente legislatura. Pero es inadmisible que aplacen hasta ese momento la renovación de los órganos judiciales. Renuncien a vetos, imposiciones y líneas rojas que solo son fruto de ideologías facciosas e intereses inmundos y aparquen sus vetos e imposiciones a la búsqueda de un acuerdo inmediato. Lo exigen la dignidad de la justicia y los derechos de los ciudadanos.
La renovación de los órganos del Poder Judicial, ejercido en el nombre del Rey, es tanto más urgente cuanto que la Fiscalía, cuya primera titular está pendiente en estas mismas fechas de una resolución del Tribunal Supremo, viene investigando de modo nada transparente a don Juan Carlos I en un procedimiento lleno de filtraciones. En lo que a veces se asemeja a una especie de causa general contra el rey que contribuyó a traer la democracia a este país, se basa fundamentalmente en las diligencias de un fiscal suizo sobre el comportamiento de su examante, una mujer despechada —aunque el término hiera la sensibilidad feminista— y conocida conseguidora internacional. Pese a las informaciones publicadas, el rey emérito no ha sido llamado a declarar por nadie, ni acusado de nada por ningún órgano jurisdiccional, español ni extranjero, en los más de tres años que la opinión pública se ha visto bombardeada por noticias sobre sus irregularidades fiscales, reconocidas por él mismo cuando presentó unas declaraciones complementarias. Sus abogados señalan con acierto que se está vulnerando su presunción de inocencia y el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva. Y eso, mediante la filtración ilegal de documentos que son confidenciales.
De modo que el acto de hoy es mucho más que una ceremonia protocolaria. Pese al triunfalismo impostado del Gobierno, el curso judicial se abre en un momento plagado de incógnitas y amenazas. La crisis de la justicia es solo una de las que padecemos, no a consecuencia de fenómenos naturales, como el cambio climático o la pandemia, sino debido al deterioro del liderazgo político. Puesto que de Justicia hablamos hoy, habrá que reconocer finalmente lo acertado que estuvo el anterior ministro del ramo cuando definió el actual momento político como constituyente. Quizá sea verdad que necesitemos una segunda Transición, no para arrumbar la primera sino para corregir sus errores. Eso exige en cualquier caso una reforma constitucional, imposible mientras persista la arrogancia del poder, tan compatible con su precariedad, y lo obcecado de la oposición, que parece haber renunciado a su calificativo de leal. Los causantes del problema tienen nombres y apellidos. No sé si sus sumisos diputados les perdonarán tanto desacierto. Salvo que corrijan rumbo, sus electores no deberían hacerlo.
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