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COLUMNA
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Tomarse en serio Afganistán

Quizá tomemos conciencia de que la defensa de nuestros valores nos enfrentará siempre a decisiones trágicas donde cualquier alternativa llevará inevitablemente aparejada una pérdida

Máriam Martínez-Bascuñán
Talibanes Afganistan
DEL HAMBRE
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Es obvio que el regreso de los talibanes es demoledor para Afganistán, negativo para Occidente, devastador para las mujeres, terrible para la imagen de Estados Unidos y preocupante para la estabilidad geopolítica de la región. Y nadie puede decir a estas alturas que no nos preocupe la situación de una población acosada por el terror talibán y lo que volverán a padecer las mujeres bajo su yugo, algo que ni a Bill Clinton ni a George W. Bush les generaba inquietud alguna antes del 11-S, aunque las feministas americanas llevaran tiempo denunciándolo. La pregunta, si nos tomamos en serio nuestros valores, es qué queremos hacer ahora. Demostrados los límites de la intervención de EE UU y reconociendo tanto las dificultades de las democracias para actuar en contra de sus opiniones públicas como los límites del multilateralismo (la intervención en Afganistán contó con el respaldo de la ONU), es hora de saber si estamos dispuestos a asumir los costes de nuestras decisiones y si nuestra respuesta será congruente con lo que pensamos de otras realidades análogas, por ejemplo la situación de las mujeres saudíes.

Porque siempre es positivo que se alce la voz, pero debemos mirar de frente las preguntas incómodas. ¿Soportaríamos el coste humano y económico de permanecer en la región, incluso sabiendo que, tras dos décadas de ocupación, los talibanes no han tardado ni un cuarto de hora en tomar el poder? ¿Estamos dispuestos a enfrentarnos a nuestras opiniones públicas, aunque temamos el ascenso de la ultraderecha? ¿Y a actuar bajo las normas internacionales? Porque sabemos que no existe el derecho a intervenir en un país, por mucho que violente los derechos humanos: las democracias y los derechos no se exportan como si fueran McDonald’s, aunque creamos en su universalidad. Pero si nuestra política exterior debe reflejar nuestros valores, algo deberíamos hacer, ¿no? Así que hay que preguntarse a cuántos afganos daremos refugio en Europa y si estaríamos dispuestos a hablar con los talibanes para influir en sus políticas o canalizar ayuda. Y si no queremos aceptar la situación, ¿queremos entonces una guerra? ¿Cuántas guerras más? Tal vez, al cabo, del empeño de Bush en que “el indómito fuego de la libertad alcance a los más oscuros rincones del mundo” al tibio “EE UU no podía ni debía seguir luchando en una guerra que los afganos no están dispuestos a librar” de Biden, extraigamos algo más que una cura de humildad y la confirmación de que Trump no fue un espejismo grotesco: representó el declive de Occidente y la falta de fiabilidad de Estados Unidos como socio. Quizá tomemos conciencia de que la defensa de nuestros valores nos enfrentará siempre a decisiones trágicas donde cualquier alternativa llevará inevitablemente aparejada una pérdida. ¿Sabrá tomar Europa ahora sus propias decisiones?

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