Fracaso olímpico de España en los Juegos de Tokio
Algunos se consuelan porque hemos mantenido el número de medallas de 2016, pero si nos comparamos con los países que nos rodean el balance resulta desalentador
Resulta chocante contrastar el ardor patriótico con que los medios jaleaban a los nuestros en los Juegos de Tokio con la nula autocrítica que ha merecido el pobre medallero cobrado: 17 metales y un rezagado puesto 22 en la clasificación final. Algunos se consuelan por haberse mantenido el número de medallas de 2016, en plan virgencita que me quede como estoy. Pero si nos comparamos con los países que nos rodean, el balance resulta desalentador: la mucho menos poblada Hungría ha quedado en el puesto 15 con 20 metales; e Italia, con la que solemos medirnos creyéndonos superiores, ha sacado el décimo puesto con 40 medallas, superando a Francia. Eso, por no hablar del inalcanzable Reino Unido. En definitiva, un fracaso olímpico, en términos relativos. Entonces, ¿a qué viene tan peregrino nacionalismo deportivo?
Probablemente, la causa de este déficit de resultados reside en la infradotación del deporte de base: sólo se apuesta por la alta competición (como el Programa ADO y LaLiga Santander) y se desprecia el deporte escolar y de barrio, que es la cantera popular de donde emerge la práctica deportiva de masas que luego se traduce en medallas. La pirámide al revés. Es lo que también pasa con el sistema de salud, volcado en la medicina elitista de lujo y deficitario en atención primaria. O con la política-espectáculo que construye arquitecturas-trofeo (efecto Guggenheim) mientras desprecia los servicios públicos sin rentabilidad electoral. Y lo mismo ocurre en ciencia, educación o cultura, cuya falta crónica de fundamentos básicos se suple erigiendo pretenciosas fachadas sin estructura ni cimientos como si fueran castillos de naipes.
¿Cuál es la causa de esa obsesión con el relumbrón elitista, en detrimento de las necesarias actividades de base? Creo que se trata de un problema tanto de oferta como de demanda. La oferta la pone la clase política, que busca seducir a los electores tentándoles con espectáculos publicitarios. Pero no menos decisiva es la demanda de la propia sociedad que se deja deslumbrar por las falsas promesas de ascenso social, pues las estrellas deportivas de ingresos estratosféricos son los mejores sex symbols capaces de provocar el deseo colectivo de trepar. Una sociedad que tiene más arquitectos que aparejadores, más ingenieros que peritos y más universitarios que titulados en FP. La pirámide al revés.
Esto es así porque la sociedad española está atomizada y desintegrada, carente de cuerpos sociales intermedios capaces de articularla y estructurarla. De ahí ese clasista familismo incivil que antepone la búsqueda del propio interés privado de yo y los míos frente a cualquier proyecto de vida comunitaria. Un familismo esencialmente amoral que ha sabido leer muy bien la propaganda política de Vox y de Ayuso cuando venden a sus electores “libertades privadas” y “pin parental”, para que cada familia trate de medrar a expensas de los demás. Como sostuvo Thatcher, la sociedad no existe, sólo hay familias que ansían colocar a sus hijos en la cima. Y cuando esa insolidaridad se generaliza, la comunidad pública se desintegra carente de cimientos sociales.
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