Fútbol y romanticismo
Entristece cada vez más el grado de mercantilización de un juego que ya no se rige por los principios del deporte sino por los de la economía
Crecí viendo jugar al Hulleras de Sabero, el equipo de la empresa minera de mi pueblo, que competía desde su modestia (muchos de los jugadores eran mineros) contra los grandes equipos de la región: la Cultural Leonesa, la Ponferradina, el Salamanca…, y desde entonces guardo ese punto de romanticismo que me hace pensar que el fútbol es un deporte y un juego y no un negocio en manos de constructores y de grupos de poder no siempre atentos a cumplir las normas. Por eso simpatizo con esos clubes que luchan contra los grandes sin importarles la diferencia de presupuestos y en especial con aquellos de trayectorias heroicas como el Numancia de Soria o el Deportivo de La Coruña (que pasó de ganar la Liga a bajar a Segunda B), aunque, puesto a elegir uno, me decanto por el único con vocación de descenso que conozco en un mundo en el que todos quieren ganar: el Titánico de Laviana. Debiéndole el nombre al buque que naufragó el año en el que se creó el equipo, parece claro que lo suyo no era competir por grandes títulos...
A los que nos gusta el fútbol nos entristece cada vez más el grado de mercantilización de un juego que ya no se rige por los principios del deporte sino por los de la economía. Sabemos que el fútbol mueve mucho dinero, que los jugadores son megaestrellas que cobran fortunas auténticas y que detrás del juego hay muchos intereses escondidos, pero queremos seguir creyendo que al final el balón es el que manda y no todos esos que manejan el negocio, unos a cara descubierta y otros moviendo los hilos desde despachos que no conocemos. El problema es que de un tiempo acá (desde que las televisiones comenzaron a controlar el juego), el fútbol se ha convertido en el vellocino de oro, no de los aficionados de siempre, esos que se divierten y sufren con sus equipos, sino de todos los especuladores y negociantes del mundo, que han visto en él un modo fácil de hacer dinero y, a la vez, una plataforma para sus otros negocios, incluso para influir políticamente en su entorno. Nadie duda de que hoy el presidente de algún equipo tiene más poder que el del Gobierno y hay agentes de futbolistas que mueven más dinero que muchas multinacionales. El problema es que, como en la película de Los hermanos Marx en el Oeste, el negocio del fútbol se ha convertido en un tren cuyos vagones hay que quemar para que continúe andando y el combustible ha empezado a escasear, en parte por la voracidad de quienes viajan en ese tren, en parte porque la pandemia de covid lo ha hecho descarrilar de pronto. Como sucediera con la inmobiliaria, la burbuja del fútbol ha estallado de repente y amenaza con dejar muchos cadáveres en el camino, el primero de ellos el del Barcelona, que ha tenido que dejar marcharse a su megaestrella Messi porque ya no puede pagarle el sueldo. Todo indica que no será el único club de fútbol al que le saltarán las costuras ante el estallido de una burbuja que todos sabían que se iba a producir porque el crecimiento eterno no existe. Ahora lo que queda es lamentarse y culpar al maestro armero de lo que sucede, que es lo mejor que se puede hacer cuando la gallina de los huevos de oro deja de ponerlos. Para el fútbol el tiempo del romanticismo ya pasó.
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