Un mundo que se repite en la catástrofe
Haití, siempre pobre y trágica como una isla maldita, nos devuelve a los peores tiempos o nos recuerda que no hemos salido de ellos
En mis ya lejanas épocas como reportera internacional, Haití estaba siempre presente en la agenda mediática, recién elegido el sacerdote salesiano Jean-Bertrand Aristide, luego de la lucha contra la dictadura de Duvalier, rodaba el año 1991. Nicaragua creía con Violeta Chamorro que había vencido al dictador Daniel Ortega, y se terminaba en tierras lejanas una era con la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. En Estados Unidos gobernaba George Bush y los últimos días de la guerra fría aún congelaba nuestras mentes, en medio de una conferencia de paz en Madrid en la que se abogaba por el fin del eterno conflicto árabe-israelí. Recuerdo ese ayer con la sensación de estar dando vueltas sobre un mundo que se repite en la catástrofe.
Las historias de asesinos a sueldo eran pan de cada día, las conspiraciones del bloque soviético que ahora están nuevamente en boga. Estados espiándose entre sí como constante histórica y una institucionalidad multilateral incapaz de plantear soluciones distintas al intervencionismo.
Lo traigo a colación porque, en muchos aspectos, la noticia del asesinato del presidente de Haití Jovenel Moïse nos obliga a mirar este mundo geopolítico circular que va derrumbando fronteras pero levantando otras ideológicas más fanáticas. Fronteras alimentadas como siempre por el tráfico de narcóticos, armas, trata de blancas y el dinero sucio que sale de las arcas de la legalidad aparente de gobiernos que financian el deterioro de otros y de hombres capaces de venderse al mejor postor por un puñado de dólares.
En el asesinato de Moïse aparecen involucrados 26 ex soldados y ex suboficiales colombianos, en momentos en que el gobierno de Iván Duque enfrenta más de un problema, incluyendo el de la institucionalidad militar y policial luego de las protestas sociales ante un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que le hace recomendaciones sobre el uso desproporcionado de la fuerza.
No son miembros activos de las actuales fuerzas, pero sí debería provocar una reflexión sobre el por qué estos hombres salidos del ejército pierden el sentido de humanidad. Es un fracaso de la formación en las instituciones militares, aunque es menester reconocer que hay condiciones humanas que ni un exorcismo salva. Nuestros generales saben muy bien cómo funcionan en el país oficinas de ex oficiales que son contratados para diversos servicios en el exterior. ¿Hay algún tipo de seguimiento por parte de la asociación de retirados?
Hace menos de 5 años conocí varios casos de algunos convocados por 40 o 60 millones de pesos, aproximadamente 15 mil dólares, para ir a Afganistán a prestar servicios de vigilancia. Les pagaban en Colombia y les daban alimentación, techo, ropa en el territorio a donde eran enviados. En 2011 se supo por medios internacionales de una compañía militar privada a través de la cual terminaron soldados colombianos en medio de la guerra civil en Yemen. Decían que nuestros hombres estaban probados en comandos o en la guerra contra las drogas. O sea, que eran máquinas de muerte.
También están documentadas, en los llamados mercenarios de Blackwater, las historias de colombianos involucrados en las guerras contra el estado islámico. Sin embargo, hay una especie de vista gorda a ese negocio que el exministro de defensa de Colombia Gabriel Silva llama Armies for sale. Ya han pasado 5 años desde la paz con las FARC y no hubo un cambio de visión en nuestro ejército, corriendo el riesgo enorme de que nos pasara lo que ya habíamos visto en Centroamérica con el fenómeno de las maras y su origen en las pandillas deportadas, o los paramilitares convertidos en lo mismo: extremistas de derecha e izquierda y el crimen organizado actuando como uno solo.
Y sin embargo una cosa es la industria de mercenarios que menciona Silva –basta recordar a los ingleses derrotando a los argentinos en las Malvinas gracias a los Gurkas, un grupo de mercenarios históricos de Nepal– y otra los ex oficiales contratados para asesinar al presidente de una nación del Caribe.
Poco parece cambiar. Y lo que debería cambiar no ocurre. Haití, siempre pobre y trágica como una isla maldita, nos devuelve a los peores tiempos o nos recuerda que no hemos salido de ellos. Mientras tanto el mundo de la ciencia lucha para que sobrevivamos a un virus que, según las teorías de la conspiración, fue creado para acabar con las potencias que amenazan con sus intereses de expandir el negocio de todo por un dólar.
Un mundo gris nos cobija por estos días como ya lo ha hecho antes sin que las voces de los grandes pensadores e historiadores logren darnos algo de esperanza. Hoy creo que no deberíamos graduar a un estudiante más del mundo sin haber pasado por un año de ética, pero para eso habrá primero que lograr que, en países como Haití y Colombia, a pesar de ver reflejados nuestra belleza y cultura en el Encanto de Disney, todos los hijos de estas patrias puedan al menos terminar la secundaria. No será mejor el mundo sin hombres y mujeres que aprendan sobre la justicia, pero sobre todo que interioricen los principios morales.
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