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Tribuna
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Me da mucho miedo quitarme la mascarilla

Cuando ya no usemos FFP2 ni en los aeropuertos, el día que caiga la última tela quirúrgica, prometo no olvidarme nunca de la mía

Nuria Labari
Una persona con mascarilla en el festival de jazz Terrassa, el 4 de junio. © Foto: Cristóbal Castro.
Una persona con mascarilla en el festival de jazz Terrassa, el 4 de junio. © Foto: Cristóbal Castro.CRISTÓBAL CASTRO
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El tiempo es la flecha que un día nos alcanza y nos cambia para siempre, como el amor. La covid-19 ha hecho que esa flecha nos atravesara a todos hasta arrasarnos la vida. Por eso nadie volverá a ser como hace un año después de lo vivido. Pero, al mismo tiempo, parece que muchas cosas están dispuestas a seguir como siempre. Y aunque estoy feliz con la vacuna y la aplicación de la tarjeta sanitaria virtual, confieso que me da mucho miedo quitarme la mascarilla. Creo que abandonarla será una forma de rendición y que algunos gritarán con alegría que, una vez más, nada ha cambiado.

Como todas las personas que conozco, he odiado la dichosa mascarilla. Y sí. Es verdad que nos han robado muchos besos y que mis labios se han estrellado días y noches contra la tristeza muda de su tela. Pero también es cierto que estos bozales callaron por una vez el pico de oro del dinero. Y aunque un mercado en silencio es una ruina, según nos han repetido hasta la saciedad, lo cierto es que su silencio nos permitió escuchar ideas nuevas, incluso ideas nuestras. Las limitaciones del capitalismo tardío se mostraron desnudas y pudimos liberarnos de nuestros pequeños fracasos y hasta de nuestros grandes éxitos. Hubo quien se fue a vivir al campo, quienes dieron una oportunidad a sus amantes, directivos que comprendieron la precariedad de sus solventes empleos, parejas que se despidieron, sueños que empezaron… Por una vez parecía que era obligatorio pensar antes de hablar.

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Porque, si una cosa he aprendido después de quince meses luciendo FPP2, es que las mentiras se dicen siempre con la boca. A lo mejor por eso una persona que cubre la suya es alguien que está un poco más lejos de la mentira o del autoengaño. Eso nos ha pasado a todos en los últimos meses. Porque tapar nuestras bocas nos ayudó a darnos cuenta de quiénes somos en realidad, de qué cosas nos gustaría dejar de hacer y cuáles comenzar. Después de todo, la mascarilla no es una prenda cualquiera sino la primera diseñada para recordarnos nuestra mortalidad. No me negarán que es bella, al menos como metáfora. Empezamos a llevarla cuando la muerte se metió descaradamente en nuestras casas y en nuestras camas. En millones de lechos se quedó para siempre, dormida y despreocupada. Y después de aquello, todos nosotros, pobres mortales, nos cubrimos con el símbolo de nuestra debilidad: una nueva boca de tela.

Es difícil olvidar la mortalidad cuando hasta los niños van al colegio con la muerte atada a la boca. Ha sido peor de lo que ahora podemos imaginar. Pero, por duro que sea, creo que debemos reconocer que las personas nos volvemos mejores cuando entendemos que vamos a morir. Creo que por eso comprendimos tan deprisa que cuidar de los demás es la forma más eficaz de cuidar de nosotros mismos. Aquella idea que afloró entre aplausos, héroes y encierros, no solo salvó muchas vidas sino que además permitió que tuvieran sentido. Fue entonces cuando el mundo se dividió entre quienes asumimos nuestra mortalidad y los que se negaron a aceptarla. Estos últimos renegaron de las mascarillas y a todos ellos los llamamos negacionistas porque su pensamiento atentaba contra la humanidad. La pena es que cuando dejemos de usarlas, estos sujetos peligrosos volverán a cubrir su egoísmo con la máscara de la normalidad. Entonces los encontraremos por las calles, los gobiernos o en nuestra cena de Nochebuena y será más difícil reconocerlos. Porque la normalidad camufla mejor a los monstruos que la desgracia.

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Y los monstruos, por fin lo sabemos, existen y están en todas partes, como los virus o los vampiros. El virus nos ha obligado a aceptar que lo invisible también existe, incluso en un mundo tan demostrativo y empobrecido como el nuestro. Igual que existe todo cuanto no miramos y todo lo que no conocemos. Igual que existen los otros, los distintos, los ajenos, los pobres, los refugiados, las víctimas, los hambrientos, los muertos, todos los que pensamos que nunca seremos y forman parte de nosotros aunque no lo creamos o sepamos. Hemos tenido que vivir con miedo de nuestra propia respiración para entender que negar lo que no vemos, terminará matándonos. Por eso, desde un punto de vista pragmático, lo más egoísta y beneficioso que puede hacer una economía consolidada es regalar dinero y oportunidades a quien no las tenga. La justicia debería ser prioritaria para todo el que no quiera gastar el dinero dos veces. Ser justos es hoy más eficaz que ser previsores u ordenados, digámoslo en voz alta de una vez. Yo me atrevo a decir que en este siglo, la solidaridad no tendrá que ver con la generosidad sino con la estricta supervivencia. Y cuando lo digo con una mascarilla en la boca es muy evidente que lo digo con razón.

Por eso, cuando ya no usemos FFP2 ni en los aeropuertos, el día que caiga la última tela quirúrgica, cuando por fin regresen los besos y las bocas, prometo no olvidarme nunca de la mía. Seguiré llevando siempre una en el bolso o en el bolsillo de la chaqueta. Negra y profiláctica, como la muerte. Para no olvidar.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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