Justicia racial
En ningún otro lugar como en Tulsa tiene tanta vigencia la famosa cita de William Faulkner: “El pasado no está muerto ni enterrado, en realidad ni siquiera es pasado”
Joe Biden dice bien alto lo que Barack Obama apenas podía decir en voz baja. Que Estados Unidos es un país racista. Y no porque haya algunos o muchos individuos racistas, con comportamientos a veces abiertamente criminales, sino porque es un racismo sistémico, que contamina la vida política entera y las instituciones del país, incluyendo su democracia.
Lo dijo en su primer decreto presidencial, el 20 de enero, dedicado a promover la igualdad racial. Lo repitió en cuanto se conoció la sentencia que condenó al policía asesino de George Floyd. Y lo ha dicho de nuevo ahora, en su viaje a Tulsa, la ciudad donde se produjo hace un siglo un auténtico pogromo, un caso de salvaje limpieza étnica, en el que perecieron 300 ciudadanos negros, millares se quedaron sin vivienda y decenas de prósperos negocios, bufetes y consultas médicas fueron incendiados por la turba de blancos racistas, ayudada por tropas del Gobierno local.
La destrucción aquel 1 de junio de 1921 del barrio de Greenwood, conocido como el Wall Street negro por su prosperidad, ejemplifica el peso de la historia en Estados Unidos y el espeso silencio que luego se abatió sobre aquella barbaridad, sin castigo para los culpables ni reparaciones para las víctimas. En ningún otro lugar como en Tulsa tiene tanta vigencia la famosa cita de William Faulkner: “El pasado no está muerto ni enterrado, en realidad ni siquiera es pasado”.
Biden no se podía quedar en la conmemoración. Toda la actividad de su Gobierno está empapada por el propósito de superar la discriminación racial, tarea que suele tropezar todavía con la oposición también sistemática del Partido Republicano, convertido gracias a Trump en partido supremacista, salvo los casos excepcionales de unos pocos congresistas conservadores que todavía se resisten a los empujones y bravuconadas del trumpismo dominante.
Según Biden, la esclavitud es el pecado original que corroe la democracia en su propia base: el derecho de voto. Hasta la emancipación no lo tenían los esclavos negros. No lo obtuvieron tampoco entonces en el sur racista, donde fueron necesarias las leyes antidiscriminación de los años 60 para que pudieran participar en las contiendas electorales. Y ahora son numerosos los Estados controlados por los republicanos, animados por Trump, que quieren regresar a la era de la discriminación, limitando de nuevo el derecho de voto de las minorías, para evitar que la inapelable evolución demográfica aleje todavía más del poder al partido que se identifica como el de una tribu blanca en retroceso.
Biden ha encargado a Kamala Harris la dirección de este combate político, crucial tanto para su presidencia como para asegurar la victoria en las próximas elecciones, las legislativas de 2022 y la presidencial de 2024, cuando la primera mujer vicepresidenta tendrá la oportunidad de convertirse en la primera presidenta.
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