Armenia 1915: el valor de la memoria
El genocidio armenio debe ser recordado año tras año para que Turquía cese en su postura negacionista
El reconocimiento por el presidente Joe Biden del genocidio cometido en 1915 por los Jóvenes Turcos en el Imperio otomano, dio lugar a un aluvión de noticias pronto apagado. En nuestro país predominó la indiferencia, a excepción de un explosivo tuit del exministro Javier Solana, quien encontraba inexplicable la decisión del norteamericano sobre “el supuesto genocidio de 1915” y veía en ello una bofetada a Turquía. Como siempre, la brevedad del tuit se pone al servicio de un pensamiento que opta por la eficacia inmediata sobre la reflexión. Como alto funcionario europeo, Solana tuvo relación inmediata con un acto genocida de la gravedad de Srebrenica. ¿Juzga entonces que eso tampoco merece la calificación? ¿Ni el análisis de responsabilidades? Sucedió hace más de diez años. ¿Merece entonces la pena olvidarlo? ¿Sobre qué apoya la estimación de “supuesto”? ¿Sabe lo que hizo y dijo Talaat Pashá en 1915? Preguntas sin respuestas.
¿Y la bofetada a Turquía? Hace semanas publiqué un libro sobre el tema de las dos Turquías, por lo demás objeto ya de una abundante bibliografía, donde queda claro que la Turquía en trance de zigzagueante modernización bajo el kemalismo, ha cedido paso a la “nueva Turquía”, neo-otomana, dictatorial e islamista que está construyendo Erdogan. Después de muchas dudas, el rechazo radical por el Reis a admitir el genocidio armenio fue un indicador de ese repliegue agresivo e islamo-imperialista, con la persecución de periodistas, de kurdos, de todo disidente, y el anuncio de un objetivo exterior de signo bélico: la conquista de una mítica “manzana roja”, lugar sagrado del poder mundial turco”. Esa deriva irracional tuvo como manifestación religioso-cultural la conversión en mezquitas de obras maestras del arte mundial, como las basílicas/museos de Santa Sofía y San Salvador de Chora en Estambul, con la consiguiente ocultación de las imágenes. Por cierto, Solana preside nada menos que el Patronato del Museo del Prado. Tales actos de vandalismo cultural, no le merecieron el calificativo de “inexplicables”. No dijo ni palabra.
Por fortuna, la audacia de Biden no provocó desastre alguno. Erdogan actúa como dictador islamista, pero es un hombre inteligente. Por eso tiene al patriarca armenio de Estambul en un puño, hasta el punto de hacerle aplaudir la conversión de Santa Sofía: le es desaconsejable levantar la cabeza, por el bien de su comunidad. Y una vez capitalizado el baño de unanimidad por la respuesta a Biden, pasa a lo positivo, proponiendo un relanzamiento de las relaciones con Estados Unidos.
El reconocimiento del genocidio armenio por Biden tenía una segunda parte, no citada. Era un acto de justicia, no dirigido contra Turquía, sino para insistir una vez más en que los genocidios son señales de alerta, dirigidas a los Estados, para que no vuelvan a repetirse. Tal vez nuestro exministro haya olvidado que el “supuesto” genocidio armenio fue el antecedente del holocausto, y que impulsó la reflexión de Raphaël Lemkin para introducir el concepto como clave en la normativa internacional. Y que siguieron otros hasta el de Ruanda, añadiendo una noción a no olvidar: el papel de otros Estados que por activo o por pasivo actúan como cómplices, en este último caso la Francia de Mitterrand. Del mismo modo que la Rusia soviética colaboró en el aplastamiento definitivo de la naciente República armenia después de 1917.
Hay además un espejismo, consistente en creer que con su negación, como en el tuit citado, el problema queda resuelto. Ni para el verdugo ni para la víctima, siempre bajo amenaza si aquel resulta olvidado. Y para la conciencia social de ambos. El rechazo del reconocimiento ha sofocado las corrientes democráticas que en Estambul se expresaban hace diez años al grito de “¡todos somos armenios!” ante el proceso que siguió al asesinato del periodista turco-armenio Hrant Dink. Hay que insistir siempre en que el primero que explicó la matanza, y la estimó en 800.000 víctimas, fue en 1919 Mustafá Kemal (luego el patriotismo en guerra impuso su ley), y que grandes intelectuales, como Nazim Hikmet y Orhan Pamuk, condenaron sin reservas el genocidio. Luego, ¿a quien la bofetada? Para la víctima, la negación, sostenida con una inequívoca política exterior turca anti-armenia, hasta la guerra de Karabaj, es causa de legítimos dolor y frustración. ¿Única solución? La verdad.
Dentro y fuera de Turquía, la lógica de los poderes existentes conduce inevitablemente a la negación, cuando hay un pasado de violencia y práctica del terror. Apenas una minoría reconoce en Italia la barbarie de su política colonial, fundamentalmente en Etiopía. Aquí el problema queda lejos en el tiempo, pero el mecanismo se reproduce siempre que el eco del conflicto no se ha extinguido.
Solo hace falta ir a la realidad política vasca para comprobar como el gobierno del PNV emplea sus medios, incluidas las instituciones encargadas de atender a las víctimas del terrorismo, para borrar las huellas de un pasado donde nacionalistas etarras y demócratas compartieron la misma aproximación a la violencia terrorista. Unos practicándola y otros encubriéndola, mientras colaboraban a fondo en los mecanismos de exclusión del otro -incluso de los hijos de las víctimas- en la sociedad civil. Hasta que la semilla del Mal renazca.
Por eso, sin olvidar las masacres coloniales de los hereros y del Congo, y al igual que el holocausto, el genocidio del “pueblo sin sepultura” armenio ha de ser año a año recordado, presionando sobre Turquía para que no mantenga una negación destructora de sí misma.
Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.
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