Argelia 1958 y Francia hoy
Durante la guerra de independencia se forzó a muchas mujeres en ceremonias públicas a quitarse el velo. Hoy, los ministros de Macron no condenan los mismos agravios contra las musulmanas
En 1958, en medio de una guerra en Argelia que había empezado cuatro años antes, algunas mujeres, entre ellas las esposas de dos generales, ponen en marcha el Movimiento de Solidaridad Femenina y organizan presentaciones públicas en varias ciudades grandes del país.
Son unos actos extraños en los que participan militares y personalidades importantes. Unas mujeres cubiertas con velo, reclutadas durante semanas, llegan casi con fanfarria y, en medio de largos discursos sobre la importancia de la emancipación, queman sus velos en la plaza pública. Hay fotógrafos y periodistas para inmortalizar aquello, mientras los militares vigilan.
Las mujeres de los generales y los altos dignatarios, con sus collares de perlas, sus peinados perfectos y sus bonitos vestidos, exhiben grandes sonrisas. Entre ellas está Bibiche, el apodo por el que se conoce a la esposa de Raoul Salan, instigadora del Movimiento.
Posteriormente, el psiquiatra Frantz Fanon explicó que las mujeres vivieron aquellas ceremonias públicas como un acto de violencia y, en la mayor parte de los casos, volvieron a colocarse el velo.
El británico Neil MacMaster llevó a cabo una larga investigación para relatar este episodio de la guerra de Argelia en su libro Burning the Veil. The Algerian War and the “Emancipation” of Muslim Women, 1954-1962 (La quema del velo: La guerra de Argelia y la “emancipación” de las mujeres musulmanas, 1954-1962). Publicado en 2009 por Manchester University Press, solo podemos lamentar que no tuviera más repercusión en Francia una obra sobre este tema tan poco conocido y que, sin embargo, se hace eco de un asunto que siempre resulta actual.
Estamos en 1958. Hubo millones de argelinos expulsados de sus hogares. En represalia por el estallido de la guerra de independencia, Francia traslada pueblos enteros y crea campamentos de tiendas de campaña o barracones en los que viven sobre todo mujeres, puesto que los hombres han pasado a la clandestinidad. Hay que imaginar esos lugares en los que la enfermedad prevalece sobre la vida y los niños y los recién nacidos quedan abandonados y desatendidos.
Es la Argelia de 1958, es decir, la Francia de 1958, la de los bombardeos de aldeas enteras con napalm, los campos de minas, la miseria y el hambre, con escritores expulsados de Argelia que se refugian en Francia. Una historia que narra con brillantez Dorothée Myriam Kellou en su documental A Mansourah, tu nous as séparés (En Mansourah nos separaste). Conozco bien Mansourah. Allí han vivido siempre mis abuelos y allí pasé parte de mi infancia. Como mis hermanos y primos, cuando éramos pequeños, todos estábamos convencidos de que Mansourah era un agujero espacio-temporal.
Marc Garanger tiene 23 años en 1958. Es un chico tímido, terriblemente acomplejado por su marcado tartamudeo. Pasa mucho tiempo solo y, desde que su padre le regaló una cámara de la marca Foca, sueña con ser fotógrafo. Cuando llega a la Cabilia, como joven recluta y después de haber agotado todas las prórrogas posibles, consigue que le nombren fotógrafo oficial del regimiento. “El comandante estaba muy satisfecho de mi trabajo. En su opinión, lo que yo hacía era a mayor gloria de él y de Francia. No se dio cuenta ni por un instante de yo estaba desmontando, día tras día, lo que él estaba intentando construir”.
A Garanger le encargan que fotografíe a las mujeres en los campamentos para hacerles documentos de identidad. Los militares les quitan el velo a la fuerza. En diez o doce días, Marc Garanger hace 2.000 fotos. Escandalizado por la violencia con la que les arrebatan el velo, obtiene unas fotografías en las que captura la rebelión en la mirada de las mujeres. El joven fotógrafo ve belleza, pero su comandante llama “engendros” a las mujeres. Unos meses después, Garanger hace llegar las fotos clandestinamente a Suiza, donde se publican.
La autoridad colonial quita el velo a las mujeres en nombre de la emancipación, pero no las educa ni les da el derecho de voto porque, para convertirse en ciudadanas francesas de pleno derecho, las musulmanas deben renunciar oficialmente a sus costumbres, su fe y su religión. En 1953, la ONU había criticado a Francia por su falta de compromiso y por el hecho de que las argelinas carecieran de derechos políticos. En 1962, en el momento de la independencia del país, la situación no había cambiado.
Ya no estamos en 1958, sino en 2021. No escribo desde Argelia sino desde Francia. Pero no puedo dejar de pensar en aquel 1958.
El 11 de octubre de 2019, una mujer acompaña a un grupo escolar de excursión. Dedica parte de su tiempo libre a acompañar a la clase de su hijo que va de visita escolar a asistir a una sesión del Consejo Regional de Dijon. Uno de los políticos presentes, de un partido de extrema derecha, señala a esa mujer y le ordena quitarse el velo. No existe ninguna ley que prohíba a la mujer, que no hace más que acompañar a los niños, llevar su cabello cubierto.
Los demás miembros del Consejo, incómodos, no saben qué decir. El niño, desencajado, se arroja en brazos de su madre. Una petición firmada por 250.000 personas y auspiciada por artistas, periodistas y otros, exige oficialmente a Emmanuel Macron que ponga fin a los actos violentos contra los musulmanes. Macron no responde.
El ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, declara poco después en televisión que “el velo no es algo deseable en sociedad”. El pasado mes de febrero, Gérald Darmanin, ministro del Interior, no duda en decir a Marine Le Pen que es una “blanda”. Su viceministra, Marlène Schiappa, encadena vaguedades sobre todos los temas —poligamia, certificados de virginidad—, mientras que Fréderique Vidal, ministra de Educación Superior, exige una investigación sobre el “islamo-izquierdismo” en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, que, indignado, rechaza la orden y niega la calificación inventada por la extrema derecha.
Viví varios años en Francia durante la década de los noventa, antes de regresar a Argelia. Vi cómo seguían a mi padre en las tiendas porque era “árabe”. Vi a mi madre sentirse degradada en los cafés. Ahora en Francia he vuelto a encontrar la ira de mi infancia. Me pongo manos a la obra, como mis padres y abuelos antes que yo, para denunciar, escribir, gritar con la esperanza de que mi hijo tenga otras batallas que librar.
Kaouther Adimi fue finalista de los premios Goncourt y Médicis, por Nuestras riquezas. Una librería en Argel (Libros del Astroide) y ha publicado este año en el mismo sello Piedras en el bolsillo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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