Escritura
La suciedad de los cristales de mi salón está formada por todo ese conjunto de obsequios que vienen con la lluvia


Estaba limpiándome los párpados con una toallita refrescante que me recomendó el oculista, cuando me vinieron a la memoria las ventanas del salón, que están sucias porque ha llovido mucho estos días pasados. El agua de lluvia, lejos de limpiar, mancha porque las gotas se nuclean en torno a una mota de polvo, al resto del abdomen de una mosca o al fragmento del pistilo de una flor. Todo aquello que pesa menos que el aire acaba en la estratosfera, donde flotan partículas de alas de mariposa, pizcas de la piel que perdemos los seres vivos e infinidad de cáscaras de ácaro. En su ir y venir llevados por la brisa, un martes o un miércoles cualquiera tales desechos tropiezan con una nube en la que quedan atrapados. Allí, el vapor se empieza a condensar alrededor de ellos y de este modo se forman las gotas de agua que luego caen por su propio peso sobre nuestras cabezas. Cada gota es, pues, como un huevo Kinder: trae un regalo dentro, una sorpresa: quizá un trozo minúsculo de una pestaña de esa persona a la que amaste hasta ayer mismo o un átomo de la cáscara de un grano de arroz que alguien cultivó en el otro extremo del planeta. También la ceniza imperceptible del cadáver de un ciudadano ilustre que quizá acaban de incinerar en un tanatorio de Bruselas.
La suciedad de los cristales de mi salón está formada por todo ese conjunto de obsequios que vienen con la lluvia. Da un poco de pena rociarlos con el detergente líquido y pasar luego por encima una bayeta purificadora. Conviene hacerlo, claro, por higiene, pero estaría bien que antes de emprender esa batalla contra la suciedad leyéramos atentamente la escritura que ese conjunto de restos ha erigido sobre la superficie de nuestras ventanas. Tal vez nos dijera algo.
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