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Narcotráfico
Columna
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El glifosato vuelve a Colombia

Los traficantes seguirán encontrando en la ausencia de Estado, el terreno fértil, con o sin glifosato para seguir sembrado de violencia el campo colombiano

Diana Calderón
Fumigaciones con glifosato sobre cultivos de coca en Colombia.
Fumigaciones con glifosato sobre cultivos de coca en Colombia.EFE

Una avioneta atraviesa los cielos, a su paso suelta una especie de lluvia suave, como un sereno, pero venenoso sobre la naturaleza. La imagen va cambiando poco a poco a medida que la mirada fijada en las nubes empieza a bajar hacia la tierra sembrada de amapolas rojas que empiezan a disecarse hasta quedar blancas y llenas de estrías. Pedro Ruiz, el artista colombiano ha dejado plasmado en sus lienzos esa advertencia, que además es un símbolo creado para conmemorar a las víctimas de las guerras mundiales: flor del opio y la heroína y la sangre o la flor roja que llevan en la solapa los ingleses. Para nosotros los colombianos, como una herida que no cierra y vamos cargando en el alma, tras cada muerto.

Pedro Ruiz ha querido anticiparse desde el arte a la llegada nuevamente de la aspersión con glifosato para acabar con los cultivos de coca en Colombia, la conocida popularmente como la mata que mata cuando se transforma en cocaína e inunda los mercados del mundo y las narices de los adictos llenando de bolsillos a los narcotraficantes y corrompiendo uniformes verdes y azules en altamar.

Glifosato para una guerra perdida contra el tráfico de estupefacientes en momentos en que Estados Unidos retira sus tropas de Afganistán sin triunfo ninguno en otro conflicto fallido que solo deja víctimas. Glifosato cuando están demandadas las naciones por sus efectos sobre la salud humana, aunque por ahora solo se enriquecen los abogados y no las víctimas debido a esa zona gris en la que nada es concluyente.

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El Gobierno colombiano le apuesta al glifosato para acabar la guerra en nuestros territorios y el asesinato de líderes sociales comprometidos con la sustitución de esos cultivos -van 755 líderes asesinados en 3 años (2018-2020), 177 según Front Line Defenders en 2020, 250 entre 2019 y 2020-, todos líderes que hacían parte de las ya más de 100 mil familias comprometidas con la legalidad después del proceso de paz con las FARC, del cual nació el programa para apoyar con proyectos productivos a las familias campesinas dedicadas a la siembra de coca. La diferencia en las cifras hace parte de una discusión cuántica y mezquina en la que ocupa algunos días el Gobierno actual. Uno solo es una tragedia.

El regreso del glifosato para la lucha contra los cultivos tiene por nombre el decreto 380, que reglamenta cómo se harían las aspersiones y espera ahora la aprobación final de una entidad que lleva el nombre de Consejo Nacional de Estupefacientes, donde el Gobierno tiene mayorías, así como en el Consejo de Estado, la Corte que además escogió la presidencia como la única competente para estudiar tutelas contra sus decisiones y decretos, como este, el del glifosato. Ahora resulta que, en Colombia, el Gobierno escoge a su juez.

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Trato de comprender la lógica de esta decisión desde la necesidad de usar todas las herramientas posibles en contra de los cultivos de coca, la de todas las formas de lucha, que comparto en algunos temas, pocos, siempre y cuando no vulneren los derechos y las consecuencias que traigan puedan tramitarse de manera transparente pero no es fácil. Y no lo es porque aceptarlo parte de reconocer que el Estado colombiano no quiere comprometerse y pagar la deuda histórica de atender las necesidades de los territorios, llevar la sustitución con eficiencia, construir la infraestructura necesaria en carreteras para sacar los productos de nuestros campesinos y ponerlos en el mercado, y dejar a merced de los guerreros el empleo de los niños para luego llamarlos máquinas de guerra.

Aceptar esa lógica implica que mientras el mundo habla de mercados regulados de la droga nosotros vamos relegados bajo la premisa de que el consumo se acaba si acabamos con el suministro. Como si entre el campesino que siembra a sol y sombra y la coca que se comercializa en los mercados del mundo, no existiera toda una cadena de laboratorios y lavado que no está siendo atacado. Y significa que mientras todos en plena pandemia vivimos en carne propia el resultado de no cuidar nuestras aguas y bosques, nada sirvió porque el cuidado del medio ambiente no está en las prioridades de Colombia.

Y sin embargo, me pregunto si estoy equivocada y el famoso decreto realmente es tan responsable y coherente que cumple con todas las exigencias que estableció la Corte Constitucional en 2017, para permitir el regreso del veneno, que prohibió en 2015, y entonces este Gobierno va a asperjar y además es capaz de garantizar la salud de las personas, en su piel, en las etapas de gestación de cada campesina y en el medio ambiente, y además cumplirá con las consultas previas a las comunidades indígenas, y respetará los páramos, y solo atacará zonas de cultivo extensivo e incrementará la erradicación manual y duplicará la sustitución.

Si el regreso del glifosato es la garantía para detener el narcotráfico y que no asesinen a un líder más en Colombia, entonces me toca decirles que me sumo a todas las formas de lucha, pero me temo que están equivocados: la amapola, base de la heroína, no tiene la fuerza de la coca, que requiere múltiples aplicaciones del herbicida. Sin un plan de desarrollo rural, un control eficiente de la deforestación, acuerdos como los realizados hace muchos años con las comunidades indígenas de San Andrés de Pisimbalá cuando el Gobierno y las comunidades decidieron luchar contra la flor maldita, no será posible.

Otra es la realidad hoy. La coca no es la flor de la amapola y los traficantes seguirán encontrando en la ausencia de Estado, el terreno fértil, con o sin glifosato para seguir sembrado de violencia el campo colombiano. Pero siempre habrá cortes, de pronto no ahora, capaces de negarse a la cooptación. O al menos ciudadanos dispuestos a levantarse para hacer respetar su derecho a no ser fumigados.

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