Nos olvidamos de los adolescentes
Las consecuencias sociales de la pandemia han colocado a los jóvenes en una dramática situación

Aprovechemos el debate de estos días sobre la salud mental y hablemos de los adolescentes. Si bien son muchas las personas afectadas por la pandemia y es imposible olvidar a quienes más la han sufrido o padecen, también es necesario volver, devolver, la mirada a los adolescentes, a los que en gran medida hemos olvidado este año. Los hemos creído invulnerables de manera absurda y ahora están pagando las consecuencias de nuestra ignorancia y desatención, lo que también se volverá contra nosotros, si no lo está haciendo ya. Absurdo, porque cualquier texto básico de psicología describe la adolescencia como una de las etapas más importantes en la vida, un periodo de gran vulnerabilidad que conlleva un ritmo de crecimiento y cambios acelerado. Y sabiéndolo, los hemos ignorado o hemos minimizado sus necesidades.
A inicios de marzo de 2020 se decretó el cierre de los centros educativos. Y, de pronto, los niños y adolescentes se pasaron siete meses en casa; hasta junio no se encontraron con sus compañeros, y tuvieron que adaptarse, en el mejor de los casos, a una enseñanza online con madres-padres que mayoritariamente no podían supervisarlos. En septiembre volvieron a las aulas, pero a partir de secundaria, casi todos lo hicieron en un formato semipresencial, dificultando la consolidación de rutinas, eso sí, con mucho apoyo de las nuevas tecnologías (¿de verdad ha sido un apoyo?); han tenido que adaptarse a clases nuevas, conocerse a través de mascarillas y ajustarse a limitaciones de espacios para poder desarrollar las actividades habituales de su edad.
Es destacable la dedicación de gran parte del profesorado en esta situación, es justo señalar el buen hacer de la mayoría. Pero hemos hecho cosas mal, nos han faltado energía, medios, coraje… para hacerlo mejor; ¿no era posible haberlo hecho de otra manera?, ¿o es que hemos querido creer que podían con todo? Qué grave error. Más aún, hemos sido intolerables y rígidos. En los meses más duros vieron pasear perros, pero oyeron a vecinos gritarles desde las ventanas si —solos y solo— daban una vuelta a la manzana para recibir un rayo de sol. Muchos dejaron de salir o tardaron en hacerlo cuando existió la posibilidad. Muchos otros se refugiaron en esas maravillosas nuevas tecnologías que, en general, no se les ha enseñado a usar, tan difíciles de controlar y donde tan complicado es proteger al menor de los contenidos a los que pueden acceder; y toda la carga sobre la familia no es posible, ni siquiera en el mejor y menos común de los escenarios: familias educadas, con tiempo y medios. El uso problemático de internet no surge con el confinamiento, pero lo ha agravado, incrementando su consumo y las conductas adictivas.
Se les suele calificar de irresponsables en los medios, aunque sean muchos más los responsables. Quiero hablar de ellos y quiero hablar de los que por culpa de nuestra desatención se han desorientado, se han perdido y están sufriendo. La pandemia ha servido de altavoz de esa inestabilidad, de esa inseguridad propia de la adolescencia, agravando situaciones previas. Difícil retornarlos al camino cuando ni siquiera nosotros, los adultos, los que deberíamos guiarlos con seguridad, sabemos cómo hacerlo.
Se han elaborado —son de fácil acceso— varios informes sobre la salud mental en la infancia y adolescencia en estos tiempos de la covid. El presentado por Unicef señala cómo es “absolutamente crucial detectar y prevenir problemas, con actuaciones reforzadas en el ámbito familiar, educativo y comunitario”, y que “tendremos que estar atentos en los próximos meses para evaluar posibles síntomas depresivos y/o de ansiedad”. Si tienen conocidos con adolescentes pregunten por ellos. Una primera respuesta podría ser el típico “bien”, “insoportable”, “en la edad del pavo”... Pero si tienen fuerza para sincerarse les sorprenderá conocer la cantidad de problemas que están teniendo —desmotivación, hiperconsumo de las nuevas tecnologías, abandono escolar, conductas autolesivas, depresiones, crisis de ansiedad, anorexia, etcétera—; para las familias no es fácil hablar de estos temas porque son dolorosos e inesperados. Nos están tratando de decir algo, y lo hacen a gritos.
¿No es nuestro deber hacer un esfuerzo real de pensar y de facilitarles los medios necesarios para cuidarlos, para prevenir estos problemas primero y para poder tratarlos adecuadamente cuando lamentablemente surjan? De momento, no los estamos sabiendo abordar ni en el ámbito familiar, ni educativo, ni comunitario, ni político.
Lo hemos hecho mal. Con el susto en el cuerpo nos olvidamos de ellos, los pensamos invulnerables o resilientes, pero no les dimos herramientas o les dimos las equivocadas. No los olvidemos más, por su futuro, pero también por el nuestro. Y porque, además, los queremos.
Hilda Gambara D’Errico es catedrática de Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid.
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