Política migratoria de la UE: vidas y valores
Los naufragios siguen convocando a los Veintisiete a reflexionar sobre su política migratoria
Tras un periodo de cierto retroceso por la pandemia, los flujos migratorios vuelven al Mediterráneo. El goteo de muertes de migrantes es incesante y —pese a que la reiteración parezca provocar la indiferencia de algunos— convoca a Europa a una reflexión también constante sobre si sus políticas son eficaces y si están a la altura de sus valores. De entrada, cabe señalar que la comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa considera “deplorable” la situación; que desde 2015 han muerto 18.226 personas, según la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU, y que la UE se halla manifiestamente bloqueada en la reforma de una política migratoria común. Lo único en que parece haber un sólido acuerdo es en la política de blindaje de fronteras, rebotes —a veces de dudosa legalidad— y repatriaciones lo más expeditas posible.
Desde que en 2014 terminó la operación Mare Nostrum, habilitada por el Gobierno italiano para hacer frente al drama de los naufragios en medio de la desatención de los socios europeos, la política de rescates ha contado cada vez con menos recursos y más dificultades. Los programas de intervención han basculado cada vez más hacia las tareas de control de fronteras y persecución de las mafias que al rescate y la ayuda humanitaria. Según datos de Frontex, la agencia europea de fronteras, en 2020 se registraron 124.000 entradas irregulares, un 13% menos que el año anterior y una cifra similar a la de 2013.
Aunque los flujos migratorios se han reducido drásticamente desde la crisis de 2015, siguen siendo una causa importante de muertes evitables. Varios factores han agravado las condiciones en que se producen las travesías, especialmente en la ruta central. En primer lugar, la política de la UE de delegar las funciones de control y rescate a los países de partida, entre los que se encuentra Libia, un Estado fallido. Eso significa que los emigrantes interceptados son devueltos a puertos inseguros donde son objeto de maltrato. Las trabas administrativas y, en algunos momentos, el hostigamiento que sufren las organizaciones humanitarias han reducido la capacidad operativa de las naves dedicadas al rescate. A ello hay que añadir el creciente uso de medios aéreos, que facilitan las tareas de vigilancia, pero no tanto las de salvamento.
A la insatisfactoria gestión de la cuestión de las travesías se suma una muy descoyuntada política europea en los procesos siguientes. Los países de llegada apechugan con gran parte del peso de la gestión de un problema que es común, en medio de la descarada indiferencia de algunos socios, sobre todo en el este; la tramitación de las solicitudes de asilo es lenta e ineficaz, y las repatriaciones de aquellos que no tienen derecho, también, en parte por la falta de colaboración de los países de origen. En 2019 apenas se ejecutaron 142.000 de las 490.000 órdenes de expulsión. Por otra parte, pese a la vigencia del acuerdo de Schengen, países como Francia buscan maneras de establecer controles fronterizos y devolver a España o Italia a los inmigrantes irregulares que interceptan.
La Comisión impulsa con escaso éxito un proyecto de reforma de toda esta política. No es realista pensar que puede florecer pronto. El consenso solo está en el concepto fortaleza asediada. No parece la respuesta más adecuada y, desde luego, no es suficiente. En todo caso, el control de fronteras no debería impedir una mayor atención a salvar vidas y respetar los derechos humanos.
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