Las palabras que Bolsonaro nunca pronunciará porque le queman la boca
El presidente brasileño odia hablar de democracia y de respeto a la naturaleza. La muerte es su lema
El vocabulario del presidente Bolsonaro es muy restringido, quizá porque nunca ha leído. En su diccionario personal solo existen insultos, palabras obscenas, amenazas y burlas. Las pronuncia siempre gritando, amenazando, irritado. Su vocabulario es de las armas, la guerra, el odio y la muerte. En sus discursos y arrebatos de locura no existen palabras de vida, de esperanza, de aliento, de compasión. Esas palabras con las que se construye el mundo o no las conoce o le queman en su boca.
Sus palabras siempre de burla o amenazadoras evocan más el lenguaje atemorizador de las armas que el de la alegría de la vida. No son palabras que llaman a compartir con el prójimo tu pedazo de pan, al contrario invitan a despreciar el dolor y la debilidad. Para él tienen derecho a la vida solo los fuertes, los impasibles ante el dolor ajeno. Se burla de los que lloran y tienen miedo a la muerte. Donde pisa, por donde pasa, deja las huellas de la indiferencia ante los débiles.
En su vocabulario no caben las palabras que construyen puentes de esperanza, solo entran las que intentan levantar trincheras de guerra. Odia hablar de democracia y de respeto a la naturaleza. La muerte es su lema. No entiende la política del diálogo y del respeto a las diferencias que son los ingredientes con los que se construye la paz. Quienes como él exaltan la tortura y las armas y son incapaces de pronunciar palabras como diálogo, libertad o armonía es porque nunca han saboreado el pan caliente del encuentro, de la convivencia pacífica, de la compasión con el dolor ajeno y de la alegría compartida.
Quien ha abolido de su diccionario la palabra empatía con los que sufren y se burla de la muerte es porque ha renunciado a saborear lo mejor de la vida que es la paz. Para ello, sin embargo, es necesario ser un hombre de verdad que no teme la debilidad y los límites que impone la realidad de la vida y que se cree omnipotente.
Me recuerda Bolsonaro a aquel militar español Millán Astray que en plena Guerra Civil gritó en la Universidad de Salamanca, en 1936: “Muera la inteligencia, viva la muerte”. Y sin embargo las sociedades se construyen con el grito de “viva la vida”. Un grito que surge de lo profundo del amor y de la esperanza y que por eso Bolsonaro nunca conseguirá entender. Él se alimenta con las palabras de muerte.
Por eso la esperanza para el Brasil que no ha renunciado a las palabras que crean armonía en vez de odio es que Bolsonaro acabe borrado del diccionario para volver al olvido y que un día sea recordado solo como una pesadilla que turbó nuestros sueños. La esperanza es que el paréntesis de negacionismo del capitán y su desprecio por la vida sea, en expresión del Quijote, solo “una mala noche pasada en una mala posada”.
Después de las tormentas y los truenos suele aparecer la sonrisa de un arcoíris, esa belleza que es incapaz de gustarle al capitán que, en el día en que Brasil registró el mayor número de muertes por la pandemia, un día de luto nacional, se fue a saborear un banquete con derecho a lechón, cerveza y carcajadas.
Por el amor que tengo a este país prefiero pensar que los truenos y amenazas del militar frustrado sean solo una señal de su fragilidad que acabará deshaciéndose como una pompa de jabón. Solo entonces Brasil volverá a respirar el aire puro de su naturaleza hoy martirizada y despreciada por él.
Cuando me cruzo con un brasileño prefiero ver en el fondo de sus ojos las imágenes de sus orígenes poblados de las bellezas naturales de sus florestas y el reflejo de sus mares y ríos cristalinos.
Brasil lleva el nombre de un árbol de la selva, esa que hoy Bolsonaro intenta convertir en un desierto ante el espanto del mundo. Quien rige los destinos de este país parece más que brasileño alguien llegado de un planeta de espinas y pedregales.
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