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Abriendo trocha
Columna
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Codicia y violencia en la Amazonia: ¿cómo detenerla?

En los últimos siete años se han confirmado los homicidios de al menos 12 dirigentes ambientales en la región amazónica de Perú

Diego García-Sayan
Una imagen aérea de la Amazonia peruana, en una imagen de archivo.
Una imagen aérea de la Amazonia peruana, en una imagen de archivo.ARCHIVOS DEL CENTRO DE DOCUMENTA (Reuters)

Herasmo García Grau (28 años), defensor de los derechos de comunidades amazónicas, fue asesinado en Ucayali, Perú, la semana pasada luego de ser secuestrado y torturado. No fue el único en esos días. Yenser Ríos Bonzano, otro dirigente indígena ambientalista de la acosada etnia kakataibo, corrió semejante suerte. Tenían en común haber estado trabajando para la titulación de sus tierras colectivas y defenderlas de taladores ilegales, del tráfico de tierras y del narcotráfico.

Según reporta el diario La República de Lima, en los últimos siete años fue confirmado el homicidio de al menos 12 dirigentes ambientales en la Amazonia peruana.  Solo en el 2020 fueron cinco casos. El confinamiento contra la covid-19 habría generado condiciones de enclaustramiento y aislamiento que incentivaron el aumento en el uso de medios violentos.

¿Simples rencillas locales o poderosas corrientes alimentadas por la codicia y la falta de respeto a la vida y propiedad ajena? Hay temas de fondo. Se trata claramente de lo segundo, dado el brutal y acelerado proceso de invasiones, apropiaciones de tierras y territorios de comunidades indígenas amazónicas. Y del narcotráfico: deforestando en procura de tierras para sembríos ilegales de coca y pozas de maceración de pasta de cocaína. Esa parece haber sido la mano tras el asesinato de Herasmo García.

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Cuatro asuntos fundamentales saltan a primer plano en este drama ascendente: la deforestación como dato, el impacto de la deforestación, la impunidad y el desarrollo de la región amazónica.

Primero, la deforestación que tiene dimensiones brutales. Si bien es difícil tener el dato exacto del área deforestada en el conjunto de la región amazónica -a la cual acceden ocho países-  se trata de varias decenas de millones de hectáreas. De hecho, el mayor “aporte” a la deforestación en el mundo se da en la región amazónica.

Estimaciones conservadoras sobre el Perú, hechas por especialistas calificados como el ingeniero Gustavo Suárez de Freitas, por ejemplo, estiman que la deforestación acumulada –solo en la Amazonia peruana- supera las 7,3 millones de hectáreas. De seguir al ritmo actual, se perderían otras 3,5 millones de aquí al 2030.

Esto equivale –o supera- el tamaño de algunos países. Lo ya deforestado solo en el Perú, por ejemplo, supera al área total de Bélgica y Holanda sumadas. O tres veces y media al área total de El Salvador. Si se compara con mega ciudades, es mayor a grandes urbes como Manila (Filipinas) o Río de Janeiro (Brasil).

Segundo, el impacto de la deforestación. Es grave –e irreversible hasta cierto punto- el efecto que todo esto viene teniendo ya en el calentamiento global. Más allá de ello y de la dantesca desaparición de la biodiversidad, los productos agropecuarios generados en esas tierras y territorios luego de ser deforestados lo son en pésimas condiciones de productividad y producción.

En los estudios de Suárez de Freitas se explica que el 80% de la deforestación –por quema o tala de bosques- se traduce en expansión agrícola en parcelas pequeñas con muy baja productividad. Fuera de lo que se usa para el narcotráfico, son básicamente para el café, seguido por el cacao, y pastos, todo con bajos rendimientos. Costosa e ineficiente deforestación, pues. Habiéndose sacrificado una inmensa área (7,3 millones de hectáreas.) permanecen bajo uso agrícola en estas precarias condiciones menos de 1,5 millones de hectáreas.

Esto pone de manifiesto cuan poco eficiente es la agricultura que sigue a la tala y quema practicada hecha no por indígenas sino por agricultores principalmente colonos alto andinos. Agricultura, pues, altamente destructiva, comparada a la agricultura tradicional de las sociedades indígenas, mucho más sostenible. Tal como lo han comprobado antropólogos como Eduardo Bedoya y Alejandro Camino, las estrategias indígenas combinan de manera inteligente la pequeña agricultura con la caza, pesca y recolección, disminuyendo considerablemente la presión sobre el bosque. Pero eso no es lo que se está imponiendo a sangre y fuego.

En tercer lugar, la impunidad. Comunidades nativas acosadas -como la kakataibo-, y sus dirigentes amenazados, o asesinados. Es ese el “pan de cada día”. Escasas investigaciones con resultados y reducidas –o nulas- capacidades de prevención del Estado para evitar que más dirigentes sean atacados. Se sabe que se viene trabajando en el Gobierno en mecanismos más consistentes de prevención; eso es importante, pero siempre estaremos ante territorios inmensos, con nula o escasa presencia del Estado y limitadas capacidades institucionales.  La realidad clama a gritos por resultados más efectivos en este ámbito en materia de prevención, investigación y sanción.

En cuarto lugar, la respuesta del desarrollo. Un componente es, por cierto, la titulación de las comunidades nativas. Está demostrado que la titulación, como también la generación de condiciones habilitantes, favorece la protección del territorio y un uso más racional de proyectos agropecuarios por quienes han venido ocupándolos desde tiempo atrás. En esto se ha avanzado muy lentamente.

Mirando al futuro y en una perspectiva de progreso y bienestar material, ¿cómo enfrentar esta problemática? Tres cosas. Se recomienda, primero, reconocer el bajo rédito de las actividades agrícolas que siguieron a la tela y quema de bosques. Segundo, tomar en consideración la creciente conciencia global sobre el cambio climático y el consumo de productos “libres de deforestación”. Esto puede hacer viable y atractiva la inversión en los mismos. Tercero, lo más importante: reconvertir las zonas ya deforestadas, reforestando o mejorando la productividad agrícola en ellas. Así, favorecer un esquema de producción-conservación sustituyendo al modelo de producción-destrucción.

Hay pues salidas. En esencia, reorientar las zonas ya irreversiblemente deforestadas -y con muy baja productividad- y transformarlas, con inversión financiera, local e internacional, en áreas de cultivos de exportación eficientes, sostenibles, amigables con el medio ambiente y, por supuesto, rentables. Ello daría respuesta adecuada y dirigida a una población muy vulnerable con una barrera económica a los depredadores y un mensaje de censura moral hacia futuras tentaciones de invasiones o despojo con homicidios, nefastas talas de árboles e ineficientes actividades agrícolas.

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