Ustedes, que nos leen
Detrás de todo esto subyace el homenaje de los periódicos de papel a sus lectores, los últimos que habrán dedicado su vida entera a la compra de un diario como una especie de religión
Tengo buenos amigos. Lo sé porque en los últimos tiempos me he enterado de que varios tienen en su casa la portada del periódico del día de su nacimiento. No porque saliesen ellos, sino para saber lo que pasaba en el mundo entonces. Una manera de decir: cuando llegamos ya estaba así. Me gusta la gente que aún ama los periódicos, aunque tenga la impresión de que cada vez son más indistinguibles de los que trabajan en ellos; cuando veo a alguien por la calle con un diario bajo el brazo mi duda es si va o vuelve de la redacción. De pequeño clasificaba las casas de mis abuelos, mis tíos y mis vecinos por el periódico que compraban, y con el tiempo empecé a ir a los bares a desayunar o comer según el diario que tuviesen y lo que me apeteciese leer ese día, previo vistazo a las portadas en el quiosco de Paredes, frente a la Peregrina de Pontevedra (se lo llevó por delante la pandemia después de más de un siglo abierto; en el lugar abrirá una panadería).
Ha estado el quiosco de Paredes vivo sólo un poco más tiempo que el señor Antonio Puig, un barcelonés que falleció en 2015 a los 100 años. Su historia la leo en La Vanguardia. Puig era un lector extraordinario de ese diario. Desde pequeño, que es como se hacen ineludibles las lealtades, y por herencia de su padre. Al morir fue enterrado en el cementerio de Poblenou, donde por expreso deseo aún recibe el periódico. “Mi padre quiso que en su tumba nunca faltase el diario, y como lo seguimos leyendo en casa, cada vez que vamos al cementerio ponemos la portada que más nos ha impactado”, dice su hija María Puig. Hace un mes, EL PAÍS dio cuenta de una triste noticia: el fallecimiento de Fausto Rojo, un veterano lector de este periódico. El diario, concretamente su Defensor, se dio cuenta de una bellísima manera: el hombre había dejado de leer EL PAÍS. ¿Cómo puede saberse? Podría decirse que trabajaba aquí: leía y, cuando detectaba faltas o errores, escribía al Defensor del Lector; 558 denuncias contabilizó porque “era tan estricto y meticuloso que hasta las enumeraba”, escribió Carlos Yárnoz. Dejó de hacerlo, pasaron semanas, y cuando Yárnoz se interesó por él, supo por su hija que Rojo había fallecido en Barcelona, donde vivía.
Más allá de las circunstancias noticiables hay algo irreparable en este tipo de nuevas que los periódicos se dedican a sí mismos (no sólo los nacionales, abundan más en los locales). Detrás subyace el homenaje de los periódicos de papel a sus lectores, los últimos que habrán dedicado su vida entera a la compra de un diario como una especie de religión. Los últimos, al menos, que podrán pedirle a sus hijos que a la tumba les lleven el periódico sin tener que sacrificar el iPhone de ninguno de ellos. Una despedida, la de los lectores pero también la de los diarios. Lentísima, como viene ocurriendo en los últimos veinte años, y poética sólo hasta donde cabe, pues en esa destrucción controlada de la compra del papel va erosionándose una cadena de trabajo que va desde la imprenta al quiosco. No soy, sin embargo, de los que creen que llegará un momento en que el periódico de papel deje en sus últimas voluntades que le lleven un lector a la tumba; como a aquel personaje de Faulkner, lo matarán, pero no podrán con él. Sí es posible que, en algunas de sus resurrecciones, guarde enmarcada la profecía fallida de ese día sobre su desaparición.
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