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Tribuna
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¿Había demasiado turismo?

El reto está en concebir estrategias que limiten el exceso de visitantes y no sean antidemocráticas

Dos personas, durante el carnaval de Venecia de este año.
Dos personas, durante el carnaval de Venecia de este año.Andrea Merola (EFE)

Hasta que la covid restringió los viajes, el turismo ha sido uno de los sectores económicos con un crecimiento más rápido en el mundo, reemplazando las fábricas como generador de empleo para trabajadores poco cualificados. Ofrece un nicho en el que puede encajar casi cualquier ciudad o país y es la mayor fuente de ingresos para muchas naciones en desarrollo. Permite mantener infraestructuras culturales como museos, teatros, grandes auditorios y parques, que no podrían sobrevivir solo con el apoyo local. Los ingresos del alquiler de una habitación o de la casa de vacaciones ofrecen a muchos cierto margen de holgura, y los pequeños negocios en zonas menos céntricas de las ciudades reciben clientes que antes solo visitaban las zonas turísticas. Y el dinero que se gasta en cafés y tiendas de barrio tiene más probabilidades de quedarse en la ciudad que el que va a parar a hoteles y restaurantes de grandes cadenas.

Pero los residentes de las ciudades más visitadas de Europa y EE UU se han quejado de la turistificación desbocada que resulta en gentrificación, falta de viviendas para los vecinos y deterioro medioambiental. Se quejaban de que los lugares emblemáticos estaban tan llenos que perdían su atractivo, y los servicios de alquiler para estancias cortas destruían la personalidad y la tranquilidad de los barrios.

Estas reacciones negativas no son nuevas, existen desde el siglo XIX, cuando Thomas Cook montó los viajes en grupo, aprovechando la innovación tecnológica de los trenes de pasajeros. Luego, con los vuelos, una clase media mundial cada vez más numerosa en busca de nuevas experiencias, las campañas comerciales de las ciudades y las imágenes seductoras en los medios, la demanda de viajes ha seguido creciendo. Y en las últimas décadas, los efectos negativos del turismo se han agravado por la aparición de los vuelos de bajo coste, que transportan a jóvenes con ganas de beber, consumir drogas, ligar y pasárselo lo mejor posible gastando poco dinero. Por si fuera poco, a las aglomeraciones de turistas se sumaron los cruceros gigantescos que escupían miles de personas que inundaban de golpe las calles y volvían a dormir al barco, por lo que no dejaban apenas beneficios.

Ahora el reto que deben asumir los responsables políticos es concebir estrategias que impidan el exceso de turistas y beneficien a residentes y a visitantes. La idea de restringir las visitas y permitir que solo acuda gente acomodada puede efectivamente causar menos destrozo y ser más rentable. Pero este tipo de políticas son antidemocráticas y privan a la gente normal de la oportunidad de ver mundo. Seguro que muchos de los que se quejan porque sus barrios están invadidos de turistas buscan ellos mismos gangas para viajar y visitar mundo.

Cobrar entrada para acceder a determinados sitios o incluso a ciudades enteras —como Venecia— e imponer una tasa a los que se alojan en hoteles han sido estrategias habituales para obtener beneficios del turismo. Y ha habido muchas ciudades que han aplicado también esas tasas a los alquileres de corta duración. Pero aunque es justo que se obligue a los visitantes a cubrir los costes que crean, imponer una tasa elevada que excluya a las personas con recursos modestos es algo problemático.

Simplemente, limitarse a regular y restringir el número de visitantes es factible en lugares claramente delimitados. Bután concede un número cerrado de visados, y en otros sitios las playas y los parques pueden reducir el número de plazas de aparcamiento o reservarlas para los residentes. Si se reparte a los turistas por zonas menos conocidas de la ciudad, esto disminuye las aglomeraciones en los sitios más icónicos. Pero también tiene el inconveniente de que puede derivar turistas a barrios que no quieran visitas o cuyos residentes de razas o etnias diferentes no estén dispuestos a servir de atractivo turístico. Resulta irónico que las instalaciones construidas para turistas, como los parques temáticos y los casinos, también han sido criticados porque son artificiales y no pegan con su entorno, pero han servido para preservar y proteger zonas más amenazadas al derivar a muchos visitantes fuera de los circuitos históricos.

Cuando viajar era una cosa de ricos que hacían el Grand Tour, no había dilemas de este tipo, aunque las peregrinaciones religiosas siempre plantearon problemas logísticos. Ahora, manejar el turismo en el futuro hará necesaria la planificación y gestión de los Gobiernos a todos los niveles. En el ámbito nacional se puede optar por reducir el número de visados; y todas las Administraciones deben evaluar el impacto ecológico del turismo de masas y buscar cómo mitigar sus efectos. Los Gobiernos locales pueden usar impuestos y regulaciones para aumentar los beneficios y limitar las cargas. Pero sigue siendo importante no perder de vista el placer que obtiene la gente al poder romper su rutina y la apertura mental que ofrece el visitar lugares y conocer gentes diferentes. Tradicionalmente, la población local expresa siempre cierto grado de desdén por los forasteros, pero los valores democráticos de la inclusión y de acogida nos obligan a atemperar esa aversión con empatía.

Susan S. Fainstein es investigadora sénior en la Escuela de Posgrado de Diseño de Harvard. Autora de The Just City y directora de Cities and Visitors.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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