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Columna
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Imprescindibles

Echo de menos aquellas partidas de mus. Y les echo de menos a los tres, y su escritura sin trampas

Jorge M. Reverte
Manu Leguinche durante una partida de mus con Javier Martínez Reverte (izquierda).
Manu Leguinche durante una partida de mus con Javier Martínez Reverte (izquierda).Colección Manuel Leguineche / Archivo Histórico de Euskadi

Durante algún tiempo, hace ya 30 años más o menos, mi hermano Javier y yo mantuvimos una periódica partida de mus para la que cada uno aportaba su vasco domesticado. Javier eligió a Manu Leguineche y yo a Mario Onaindia. La cosa estaba equilibrada, porque los dos eran muy corpulentos, sabían jugar al mus y, como buenos vascos, hacían todas las trampas que conocían, que eran muchas. Un día, nos lo confesamos Javier y yo:

— El tuyo ¿hace trampas?

— Todas las que puede.

Decidimos seguir como si no hubiera pasado nada. Pero lo cierto es que las partidas decayeron hasta que dejaron de celebrarse, a pesar de que, con un tramposo por pareja, todo parecía equilibrado. Eso sí, cada uno de los Martínez mantuvo una amistad a prueba de muerte con sus parejas de vascos.

Unos años después tanto Manu como Mario fueron apagándose en UCI de hospitales públicos, aunque la dichosa covid-19 no les empujara, pero sí sus hígados algo deteriorados, por la cárcel en el caso de Mario, y por la diabetes en el de Manu. Yo perdí mucho, porque dejé de recibir por mi cumpleaños la caja de Rioja que me enviaba Manu, con lo que celebraba a su generosa manera que habíamos nacido el mismo día de años muy alejados entre sí. Y mucho más aún porque dejé de recibir llamadas de Onaindia, quien después de saludarme con un afectuoso “¿qué andas?” me sometía a media hora de historias suyas, sin pausa que me permitiera meter algo de baza. Cuando acababa su discurso, colgaba, con la misma expresividad del comienzo. Supongo que era una forma de ordenar sus ideas, y que daba lo mismo quién fuera el interlocutor.

Javier Reverte tardó un poco más en irse. Se lo llevó por delante un tumor mal colocado en el hígado. Cosa de dos meses. Tenía 76 años y muchos libros por escribir, tantos como viajes por hacer. Javier era incapaz de hacer trampas al mus. Como no las hacía con la escritura. Cada frase decía lo que él quería que dijera. Y tenía un pacto conmigo que desterraba para siempre de nuestras literaturas las palabras “entrañable” y “mágico” y expresiones como “el mar estaba liso como un plato”. Cualquiera que pruebe esas prohibiciones verá que su prosa mejora de inmediato.

Echo de menos aquellas partidas de mus.

Y les echo de menos a los tres, y su escritura sin trampas.

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