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Columna
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Voces que se apagan

La música es la banda sentimental de nuestra existencia, da igual que sea clásica que popular, melancólica que alegre. Mezclándolas todas se puede hacer el retrato de nuestra época

Julio Llamazares
El fadista Carlos Do Carmo, en una imagen de archivo.
El fadista Carlos Do Carmo, en una imagen de archivo.ANA BRÍGIDA

La Nochevieja pasada, de madrugada, dos voces se apagaron para siempre dejando el mundo más huérfano, por lo menos para mí. Una, la del fadista portugués Carlos do Carmo, el heredero en el panteón del fadismo de la inmortal Amalia Rodrígues, sonó por todo el mundo y fue escuchada y saboreada por millones de personas. La otra, la de Máximo Álvarez, El Grillo, junto con su familia el último vecino del poblado minero de Casetas, en León, y uno de los escasos testigos que quedaban ya del mayor accidente de la historia de la minería del carbón española, que se cobró la vida de 14 compañeros y del que él se salvó por casualidad (“Por obediente. A mí el vigilante me dijo que entrara al pozo a la una y la explosión fue a la una menos cinco…”). A 700 kilómetros de distancia, seguramente nunca supieron el uno del otro (en el caso de Carlos do Carmo lo doy por hecho), pero en mi imaginación quedarán para siempre unidos, no en vano sus voces se apagaron a la vez y para mí suponen una pérdida equivalente: con la voz de Carlos do Carmo sonando en el casete del coche recorrí durante una semana la región portuguesa de Tras-os-Montes para escribir un libro de viaje por ella y escuchando al Grillo contar su vida y cantar aquellas canciones que le depararon su apodo cuando era guaje en la mina pasé algunos de los mejores momentos del año 2019.

La música es la banda sentimental de nuestra existencia, da igual que sea clásica que popular, melancólica que alegre. Mezclándolas todas se puede hacer el retrato de nuestra época. Pero las voces de quienes las interpretan se van, se apagan, y aquella banda sonora ya no es la misma. O por lo menos ya no suena igual. Con cada voz que se apaga se desvanece una historia, que es la que la sostiene y la hace sonar como suena. Da igual que quede grabada, como en el caso de Carlos do Carmo, en numerosos discos; nunca sonará ya igual. Y, si no queda grabada, peor aún ¿Cómo reproducirla sin situarla en su espacio justo, sin ver al hombre que le dio vida y se manifestó con ella? Por eso, cuando una voz se apaga, como cuando se apaga una vela o una lámpara eléctrica, el mundo se queda a oscuras, tanto como para sentirnos ciegos. Y el silencio que nos cubre tarda en desaparecer. Pensaba esto el segundo día de enero al pasar frente a Casetas, donde El Grillo y su familia vivieron tantos años solos, y, después, en el pequeño cementerio en lo alto de un monte en el que se quedó en mitad de una nevada que blanqueaba el mundo como un belén, y, de regreso a Madrid dos días después, recordando mi viaje por Tras-os-Montes con la música de Carlos do Carmo acompañándome, que ya no volverá nunca más a sonar como en aquellos días. Extraña forma de vida podría repetir con él, esta vida que nos llena de canciones y de voces que se apagan para siempre como las estrellas al amanecer llenándonos de una orfandad infinita: “Coração independente/ Coração que não comando/ Vives perdido entre a gente,/ teimosamente sangrando/ Coração independente/ Eu naõ te acompanho mais!/ Pára, deixa de batir/ Se não sabes onde vais,/ por qué teimais em correr?/ Eu não te acompanho mais!...”.

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