‘PCRcracia’
Que el virus no sabe de clases. Pero de unas más que de otras
Ayer fui a mi centro de salud por primera vez en la pandemia. Es un ambulatorio público de barrio, barrio. De esos en los que hay más viejos que niños, menos cotizantes que pensionistas, más enfermos crónicos que agudos y menos bombas de aire acondicionado que bombonas de butano en los balcones, cerrados de aluminio para ganarle un par de metros a los 70 clavados del piso entre salón, cocina, tres alcobas y baño. Hoy, muchas de esas casas donde nos criamos quienes salimos del rodal al casarnos se venden porque los abuelos han muerto del virus pero, entre prisas y crisis, no hay compradores. Igual pasa con algunos bares, amortajados en vida con el cartel de se traspasa en la barra. Solo aguanta la cafetería frente al dispensario, con su tele de 85 pulgadas arrojándole los muertos, contagiados e intubados del día a la parroquia. Y la farmacia, con su cola al raso.
Con todo, el verdadero cuadro está dentro. Es media mañana y el goteo no cesa. Casi todos son ancianos que no están muy católicos —ni tan malos para ir a urgencias, ni tan buenos para quedarse en casa, ni tan elocuentes para explicar al teléfono qué les pasa— intentando lograr cita cara a cara con su médico, tras días pidiéndoselo a un robot sin alma. Algunos, corteses; otros, cabreados, pero la mayoría se van como han venido tras ser pastoreados por los atacados funcionarios, mientras, al lado, tras las puertas, los doctores llaman a quienes lograron cita telefónica días antes. Y así pasan los meses. Y las vidas. Y el lunar muta en melanoma; el vidrio de los ojos en depresión; el dolorcillo, en tumor grado IV. La provisionalidad dura ya un año. Y mientras unos mendigan tres minutos con un médico, otros pagan 150 pavos por una PCR como excusa para desmadrarse en una boda pasándose las normas por el forro del modelazo. Que sí, que ya, que vale. Que el virus no sabe de clases. Pero de unas más que de otras.
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