Inciertos desempates
Surgida durante el Segundo Imperio napoleónico, el balotaje, que decidirá la presidencia de Ecuador en abril, no siempre ha tenido el efecto deseado y constata la inmadurez de la mayoría de las democracias del subcontinente
América Latina no ha resuelto aún las discrepancias sobre la conveniencia de la segunda vuelta electoral, una variante del sistema de mayorías institucionalizada en los presidencialismos regionales a partir de los años setenta del siglo XX. Surgida durante el Segundo Imperio napoleónico, el balotaje, que decidirá la presidencia de Ecuador en abril, no siempre ha tenido el efecto deseado y constata la inmadurez de la mayoría de las democracias del subcontinente. Convendría repensar una fórmula que, aunque fue concebida para reforzar la legitimidad de los nuevos presidentes con una holgada mayoría de votos, ha sido coladero de farsantes y secuestradores de la voluntad popular.
Fiascos mayúsculos justifican las dudas sobre la implantación del desempate en una geografía de pobre cultura democrática y electorados propensos a convalidar caudillismos, demagogias y trampas, excepto en Costa Rica, Uruguay y Chile. Aupado en segunda vuelta por adversarios de la candidatura de Vargas Llosa, ganador de la primera, Fujimori ganó la presidencia de Perú con el mayor número de sufragios desde la restauración de la democracia, y destruyó el Estado de derecho del país andino, todavía convaleciente de las heridas político institucionales infligidas por aquel totalitarismo. México, Panamá, Paraguay, Honduras y Venezuela utilizan la mayoría simple: gana el candidato más votado en una única vuelta.
Dos perlas de la segunda: el guatemalteco Serrano Elías la aprovechó para un lanzar un autogolpe, y el ecuatoriano Abdalá Bucaram para frivolizar la presidencia hasta su destitución por no estar en sus cabales; Ricardo Lagos y José Mújica la dignificaron. Luces y resplandecientes sombras del sistema. Los teóricos que subrayan los beneficios de dos tandas, arguyendo que aportan informes de situación más completos al votante, y castigan la política ideológica para recompensar la pragmática, acertarían si los electores se ajustaran a esas pautas, que no el caso; tampoco la doble convocatoria garantiza la integración de fuerzas parlamentarias y pactos de gobiernos porque frecuentemente genera espurios reacomodos a cambio de apoyos legislativos y expectativas de negocios.
Los ensayos de los académicos Fernando Barrientos y Aníbal Pérez-Liñán abundan sobre la segunda votación: sin ella, Allende no hubiera sido elegido y la historia de Chile sería muy diferente, y sobraría el desempate cuando el candidato más votado en la primera recibe suficientes votos para reconocerse su legitimidad; es peligrosa cuando revierte el resultado de la primera y el perdedor inicial logra finalmente la presidencia y causa una crisis de gobernabilidad.
Asumiendo que el propósito de las dos votaciones es evitar el triunfo del candidato más rechazado por la ciudadanía, convendría comprobarlo con tres o cuatro veces en Venezuela y Nicaragua mientras no desaparezcan las urnas. Mientras tanto, Latinoamérica continúa examinando el eventual rendimiento democrático de reformas institucionales que actualicen la cohabitación del presidencialismo y el multipartidismo surgido del fracaso y fragmentación de los partidos tradicionales, sustituidos por una miríada de plataformas electorales oportunistas, políticamente analfabetas o nacidas para robar.
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