Rostros
Cada palada me trae a la memoria el rostro de un difunto. Aparece el rostro de mi madre, el de mi padre, el de los hermanos muertos


Estuve viendo palas en Leroy Merlin y eran muy bellas todas, pero no me decidí por ninguna porque las palas son para enterrar. Para enterrar personas y animales. La imaginé apoyada en una pared del garaje, siempre a la espera de cavar una tumba, quizá la mía, y rechacé la tentación.
Hace años acudí al entierro de un escritor amigo. Mientras los sepultureros profundizaban en la fosa sobre la que luego deslizaron el ataúd, los presentes permanecíamos en silencio, quizá un poco asombrados del gesto de rutina con el que los enterradores hacían su trabajo. Me vinieron a la memoria aquellos versos de León Felipe: “Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero”. El caso es que, terminada la ceremonia, el hijo del finado quiso hacerse con una de aquellas palas para convertirla, supuse yo, en un fetiche del afamado autor. No lo consiguió porque era, le dijeron, propiedad del Estado.
Pienso en todo esto mientras limpio la nieve de la rampa de mi garaje a base de rastrillo. El rastrillo tiene menos carga simbólica que la pala. Sirve para peinar el césped, que es como ordenar las ideas. Poco a poco, sin embargo, voy logrando mi propósito. En estas, un vecino se asoma: “Así no acabarás nunca”, dice, “te presto mi pala”.
Acepto, por cortesía, su ofrecimiento y empiezo con ella a retirar la nieve. Mi impresión, sin embargo, es la de estar desenterrando a alguien. Cada palada me trae a la memoria el rostro de un difunto. Aparece el rostro de mi madre, el de mi padre, el de los hermanos muertos. Estoy desenterrando mi pasado, pero a base de desenterrarlo, milagrosamente, la rampa va quedando practicable. Cuando saco el coche, me siento al volante de un ataúd con ruedas.
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