Asustado
A lo largo de esta semana del feroz invierno, me he convertido en un hipocondríaco de las tuberías
Jamás sentí una identificación tal entre mi cuerpo y mi casa. A lo largo de esta semana del feroz invierno, me he convertido en un hipocondríaco de las tuberías. ¿Se habrán congelado detrás de los tabiques? ¿Reventarán? ¿Habrá en la red de conducciones que va de la cocina al cuarto de baño alguna zona con colesterol, incapaz de dejar pasar un trombo de hielo? Los 10 grados bajo cero del balcón, ¿en cuánta fiebre inversa se traducirán en las profundidades de la tierra por las que discurre el sistema nervioso de los cables de la luz y del teléfono? Dime, casa, ¿te encuentras bien?, ¿necesitas algo?, ¿te duele algún grifo, tienes alguna teja levantada, te aflige ahora especialmente esa humedad crónica del sótano?
Cada dos horas, me acerco a comprobar la presión de la caldera de gas. Temo que suba demasiado y reviente o que se venga abajo y se apague. Soy algo hipertenso y sé de las jugadas que tanto esta patología como su contraria pueden provocar en el cuerpo. He purgado todos los radiadores, pues las burbujas de aire, tan usuales, no permiten la distribución uniforme del agua caliente, que circula a 70 grados de temperatura. Por supuesto, he comprobado las junturas de puertas y ventanas, por cuyos intersticios y ranuras, por pequeños que sean, se cuelan hacia el exterior las calorías con la habilidad con la que los ratones de campo se aplastan para colarse por cualquier ranura.
Me he levantado pronto, a las cinco de la madrugada, cuando todos los servicios de la casa (gas, agua, electricidad, calefacción) aún dormían, y he intentado escribir acerca de mi estado de alerta en un cuaderno de notas. Pero la tinta del bolígrafo estaba fría y era incapaz de discurrir a través de la cánula. Tengo mucho miedo.
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