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Columna
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El apestado

El ‘impeachment’ a Trump parece el único camino para restaurar el orden democrático y el Estado de derecho

Lluís Bassets
El presidente de EE UU, Donald Trump, y el vicepresidente, Mike Pence.
El presidente de EE UU, Donald Trump, y el vicepresidente, Mike Pence.REUTERS

El único pecado para Donald Trump es la derrota. Perdedor es el peor insulto de su corto repertorio. De ahí su incapacidad para aceptar el resultado, traducida en ataques de ira y en nuevas y apenas veladas amenazas de violencia.

Ahora es un apestado. La cúpula militar condena el violento asalto al Capitolio y llama al respeto de la Constitución. Las redes sociales que le elevaron, ahora le expulsan. Le retiran el apoyo financiero las grandes empresas. Los medios de comunicación amigos reconocen la victoria de Biden. Las asociaciones de golfistas consideran perniciosa su compañía. Nueva York, donde nació e inició sus negocios, corta sus relaciones con el magnate. Bruselas da con la puerta en las narices de Mike Pompeo, su secretario de Estado y último sirviente fiel, a quien no quieren recibir las autoridades europeas. Y lo más importante, la élite republicana, desde los veteranos hasta los actuales líderes, pasando por quienes han sido destacados miembros de su Gobierno, solo piensan en salvar los muebles y están dispuestos a echarle de sus filas.

El Partido Republicano ya ha pagado muy caro el liderazgo del presidente insurrecto: se ha quedado sin la Casa Blanca, la Cámara, el Senado y cualquier atisbo de prestigio. Y lo que ha ganado, fundamentalmente los nombramientos de jueces conservadores hasta alcanzar una mayoría intratable de seis a tres en el Supremo, puede moderarse como fruto de la división en las filas republicanas y, sobre todo, del rechazo de los magistrados al envite insurreccional del trumpismo.

Esta será una factura pesada y larga. Tras la derrota, la secesión interna amenaza al partido. Ahí están los 138 congresistas y senadores republicanos que votaron contra la certificación de la victoria de Joe Biden, sin importarles la coacción de los asaltantes. Es el núcleo parlamentario de la futura secta del culto trumpista. Y ahí están también los todavía escasos republicanos dispuestos a apoyar la destitución presidencial o impeachment, como esbozo de un republicanismo renovado, purgado de trumpistas y preparado para atraer a los votantes centristas. Destaca entre los partidarios de la destitución el enorme peso de un apellido de gran solera conservadora, el de Liz Cheney, hija del exvicepresidente de George W. Bush.

El impeachment parece el único camino para restaurar el orden democrático y el Estado de derecho, aunque hay juristas que han mostrado su escepticismo sobre su constitucionalidad si la condena se produce cuando Trump ya no sea presidente. Serviría en todo caso para inhabilitarle de por vida y evitar que se presente de nuevo. Dejar sin castigo el comportamiento sedicioso del presidente no sirve para curar ninguna herida. Quienes esgrimen el argumento contrario no parece que piensen tanto en la reconciliación como en el reparto del botín, esos 74 millones que votaron al candidato republicano. No es una cuestión moral, como aparenta, sino estrictamente de poder. Trump lo ha perdido, incluso dentro del republicanismo, y ahora se trata de ver quién recoge los despojos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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