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Columna
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Democracia inclusiva

No se puede permitir que amplios sectores se sientan sin reconocimiento y queden al albur de cualquier proyecto autoritario. Y eso no se resuelve excluyendo

Josep Ramoneda
Varios asaltantes al Capitolio de EE UU el pasado 6 de enero.
Varios asaltantes al Capitolio de EE UU el pasado 6 de enero.SAUL LOEB (AFP)

Pasqual Maragall ha cumplido 80 años. Y no puedo evitar un cierto ataque de melancolía. Se echan de menos en la política actual personajes portadores de un proyecto poderoso en ideas pero sin rigideces ideológicas, capaces de transcender el estrecho ámbito del partidismo y dirigirse más allá de los suyos, buscando siempre ampliar el campo de juego y reducir en lo posible las barreras.

La pandemia ha agrandado el horizonte distópico de un mundo en que el acelerado proceso de globalización ha dejado muchas brechas por el camino y ha impuesto una hegemonía ideológica que pretende la externalización de todo juicio moral y político a los mercados. No es sobrero recordar una voz de la época clásica del liberalismo, John Stuart Mill: “La idea de una sociedad en la que los vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva”.

Los déficits de inclusión de las democracias liberales han culminado con los destructivos cuatro años de trumpismo. Sobre las fracturas de la sociedad americana y, por supuesto, sin tocar un céntimo de los intereses de los más poderosos, Trump ha puesto en marcha un proceso de construcción de un modelo de autoritarismo postdemocrático que ha culminado con el asalto al Capitolio. Y es patético ver cómo, ahora sí, las compañías digitales cuyas redes han sido instrumento fundamental de su campaña, han puesto el freno silenciando sus cuentas. Y los poderes económicos, que nunca levantaron la voz, empiezan a mirar a Biden. Ya no se puede negar lo evidente: que ha habido un ataque sistemático contra la democracia americana, con la complicidad activa o pasiva de los poderosos.

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Rápidamente se han hecho lecturas adaptadas al caso español: la eterna cantinela contra el populismo. Es esta una categoría atrapalotodo que no sirve tanto para explicar como para descalificar. Con populismo se pretende identificar a aquellas ideologías que se identifican con el pueblo, tomando una parte por el todo. Pero a partir de aquí todo es amalgama. Porque no se trata de describir una realidad sino de afirmar una idea muy restrictiva de la democracia que pretende que sólo puede gobernar el bloque bipartidista tradicional, los moderados les llaman, a pesar de que en Europa se está descomponiendo a marchas forzadas. Nadie se pregunta: ¿por qué?

La lección del trumpismo precisamente es la contraria: la democracia se mide por su capacidad inclusiva; si es exclusiva, no es democracia. No puede permitir que amplios sectores se sientan sin reconocimiento y queden al albur de cualquier proyecto autoritario. Y eso no se resuelve excluyendo, sino combatiendo ideológicamente a quienes buscan romper las reglas del juego para avanzar hacia el autoritarismo postdemocrático y ampliando el espacio de lo posible, para que nadie se sienta excluido. Es decir, dar respuestas integradoras a los problemas y retirar toda complicidad con los que pretenden seguir el camino de Trump que en la derecha española están perfectamente identificados.

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