Rendir cuentas
La política está infestada de partidismo y éste tiende a colonizar nuestra capacidad para acceder al juicio razonable. Al final se evalúa cada vez más a partir de criterios de pura epistemología tribal
Ha sido un año horrible, pero también nos ha enseñado mucho. Desde una perspectiva política, puede que su mayor lección haya sido el ponernos ante los ojos algunas de nuestras vulnerabilidades. Creíamos vivir en un mundo ordenado, transparente y previsible, y el virus nos ha devuelto a las ambivalencias, las incertidumbres, la contingencia; ha diluido esa confianza vana en que tenemos todo bajo control. Y ha sacado a la luz también la facilidad con la que nos precipitamos a la hora de enjuiciar la realidad. Nadie ha podido cantar victoria en su combate a la pandemia, aunque algunos países de Asia sí pueden presumir de haberlo hecho mejor. Pero ya estaban más preparados para hacer frente a ese tipo de crisis y, en todo caso, tienen menos remilgos a la hora de limitar libertades. Los perdedores en la primera ola no lo han sido tanto en la segunda, y viceversa. El caso es que los juicios que emitimos en un momento dado hemos tenido que revisarlos poco tiempo después. Y esto no deja de ser inquietante desde una perspectiva democrática. Si carecemos de certidumbres, ¿hasta qué punto estamos en condiciones de evaluar a nuestros gobernantes?
Traigo esto a colación por el reciente rendimiento de cuentas que hizo el Gobierno en su comentada presentación a bombo y platillo, que niega de forma explícita la inquietud que acabo de mencionar, que podamos no acertar en la evaluación, tanto los expertos como nosotros, los ciudadanos. ¿Significa eso que la accountability queda al albur de la opinión, y solo de ella, que no hay una instancia objetiva y semi-científica capaz de poner blanco sobre negro? Probablemente. Porque las decisiones políticas se adoptan casi siempre bajo condiciones de incertidumbre y a la vista de cada una de las circunstancias. A veces el no cumplir con un compromiso electoral puede ser la decisión correcta. Por ejemplo, no derogar la reforma laboral en un momento de profunda crisis económica. ¿O los programas políticos deben estar por encima de la realidad o de criterios de oportunidad?
La mayor crítica que se le hiciera a dicho acto, que siempre se debe rendir cuentas ante el Parlamento, no ante los medios, también habría que matizarla. En teoría sí, en la práctica todo lo que allí se discute acaba entrando en la lógica de la confrontación, no del diálogo racional. Los antecedentes a la vista están. Allí parece que el presunto debate se subordina siempre a la racionalización de posiciones ya tomadas y a la descalificación gratuita. Y como, en medio de tanto el griterío y tanta farfolla, no hay manera de orientarse, cada cual acaba recurriendo a las opiniones que encuentra en sus medios de referencia.
Con todo, quizá no la labor política general, pero la evaluación de políticas públicas concretas se hace con bastante eficacia y con criterios objetivables. Nadie nos va a quitar la falibilidad del juicio político, los sesgos cognitivos, ni los puntos ciegos y las dudas inquietantes. Eso no significa que los errores no se puedan detectar, o los aciertos. Otra cosa es que estemos dispuestos a reconocerlo. Y este es el punto decisivo. Lo endiablado de la política es que está infestada de partidismo y que éste tiende a colonizar cada vez más nuestra capacidad para acceder al juicio razonable. Al final se evalúa cada vez más a partir de criterios de pura epistemología tribal.
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