Todo estará bien
Mejor enfrentarse al frío en la clase que aprender desde una pantalla. Las criaturas fueron adoptando con rigor las medidas que los adultos sobrellevamos con torpeza
¿Cómo recordarán los niños de hoy este tiempo? Estoy convencida de que la experiencia quedará por escrito en el futuro misterioso de la literatura que está por llegar. Ellos escribirán lo que nosotros hemos tratado de narrar torpemente, en un diario, en un artículo de periódico. Pero los niños futuros contarán con la perspectiva del tiempo y también, ojalá, con algo parecido a un final con el que cerrar esta historia. Desde que nos inundó la pandemia he ido preguntando a familia y conocidos cómo estaban sobrellevando los niños el encierro, la desescalada, la vuelta a la escuela. Mientras me resultaba sencillo penetrar en los sentimientos de los viejos —con qué exactitud han expresado que para ellos, octogenarios, perder un año es perder toda la vida—, imaginarme a las pequeñas criaturas, tan amantes del gregarismo y la intemperie, sometidas de pronto a una existencia de clausura me provocaba extrañeza y asombro. Con vocación de psicóloga iba preguntando. En general los niños han conseguido ser sorprendentes. Muchos de ellos disfrutaron de la inesperada cercanía con sus padres que se produjo de un día para otro. El mundo laboral de los padres se representa en la mente de los niños como una doble vida a la que ellos no tienen acceso y que envuelve a los progenitores en un halo de misterio: es ese tiempo en el que actúan a nuestras espaldas. Y ahora todo ocurría a un metro de distancia. La madre o el padre debían convertirse en profesores de apoyo y a su vez trabajar en lo suyo delante de los hijos.
Tras ese periodo de encierro riguroso hubo criaturas que no querían volver a la vida de antes. Los padres observaban con aprensión esa fobia recién adquirida y los empujaban a la calle para romper con ese vínculo que podía volverse patológico. Con frecuencia hablamos de las convivencias críticas, de la tensión traducida en agresividad, de la sordidez de algunos ambientes familiares, del teléfono al que algunos chavales llamaban para librarse de su maltratador, pero por no ser noticia se nos olvida cuánto amor han prodigado padres a hijos y viceversa. Madres que han sufrido los deberes escolares, soportado una agenda extenuante, y añadido a su papel de trabajadoras el de tutoras de los estudios de los niños. Padres que se enfrentaban a su ineptitud como revisores de la tarea escolar diaria. Las criaturas empalidecieron cuando avanzó el encierro como pequeños vampiros que habitaran en una noche eterna, y luego hubieron de acostumbrarse de nuevo a salir a la luz. En mi indagación aficionada supe de niños que durante un breve periodo de tiempo huían en el parque de sus pares, o que tenían trastornos físicos provocados por una ansiedad que durante el confinamiento había pasado inadvertida. Pero en la niñez todo es plasticidad. Un día se abrieron los colegios y aquello que parecía un escollo insalvable, proteger a niños, profesores y familias del contagio masivo, se fue desarrollando con asombrosa normalidad. Ya lo dijo aquella extraordinaria niña en su defensa de la mascarilla, mejor esto que morirse. Así fue. Los miedos se fueron esfumando. Mejor las burbujas escolares que una vida sin compañeros. Mejor enfrentarse al frío en la clase que aprender desde una pantalla. Mejor arroparse con una manta que estar condenado al bienestar casero. Las criaturas fueron adoptando con rigor las medidas que los adultos sobrellevamos con torpeza: la toma de temperatura, el gel, el lavado de manos, la falta de abrazos, la distancia con una parte de sus compañeros. Nos han demostrado que el teletrabajo debería considerarse como un parche ocasional. La sociabilidad no es un capricho sino un camino hacia la independencia, un desprenderse de la protección familiar para gozar de horas de libertad. Nos hemos encontrado con una población infantil que desea ir al colegio. Pienso, a punto de cerrar el año, que mientras ellos puedan estar cerca de sus amigos todo estará bien. Su comportamiento, sufrido y alegre, contiene un precioso mensaje de esperanza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.