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Columna
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El derecho a la fragilidad

La vulnerabilidad de Merkel, su humanidad y empatía, son nuestra fortaleza

Máriam Martínez-Bascuñán
Col Mariam 13/12
DEL HAMBRE

La desaparición del Estado significa la pérdida del derecho a la fragilidad. Es el lamento que transmite Michael Fagan a Isabel II en The Crown. El intruso que, en 1982, rompió la burbuja del Palacio de Buckingham para hablar con la reina y contarle los efectos del salvaje desmantelamiento de la protección social en la era Thatcher, protagoniza uno de los momentos más conmovedores de la serie. Y lo es porque expresa con sencillez el impacto en nuestras vidas de esa abstracción que llamamos “bienestar”. Al desaparecer el trabajo, o el derecho a ponerse enfermo, o a ser viejo, no solo se quiebra nuestra confianza, también se rompen la comunidad, los lazos de solidaridad; prevalece solo el instinto de supervivencia y la sociedad —eso que la Dama de Hierro negaba que existiera— torna en un puñado de átomos lanzados al vacío.

Ningún país sobrevive sin algo que lo cohesione. Thatcher lo intentó azuzando el nacionalismo con aquella absurda guerra con la que logró arrancar el aplauso entusiasta de los más menesterosos. Pero el nacionalismo no colma nuestra sensación de desamparo, o el sabernos vulnerables. Es algo que vemos con la pandemia. Probablemente, las personas de mi generación y las que vienen detrás no hayamos valorado nunca tanto como ahora la importancia de los poderes públicos en su papel de sostenernos cuando llega la fragilidad, si enfermamos o perdemos el trabajo. Esa protección que con frecuencia vemos escasear puede traernos el sentido de pertenecer a un mundo compartido.

Lo fascinante de este momento de la serie es que muestra que hay otra forma de romper la sociedad: cuando desaparece el vínculo de confianza entre gobernantes y ciudadanía. Es lo que compele a nuestro personaje a dirigirse a la reina: conversar con su representante no ha servido de nada. Fagan habla del “espejismo de la democracia”, expresión que ilustra hermosamente el efecto de la desaparición de la calidad en la representación: ya no existe un lenguaje que genere identificación, capaz de reflejar lo que vivimos sensiblemente. Sucede cuando aquel se transforma en un lenguaje hueco, calculado, un soniquete donde el diálogo no importa, solo insertar un mensaje. Entonces aparece la distancia. El viejo Weber hablaba de los políticos por vocación, y lo hacía cuando comenzaban a emerger las máquinas burocráticas de los partidos. Nos recuerda la importancia de tener representantes con firmes convicciones y que proyecten un sentido de la responsabilidad, que generen confianza porque sus palabras suenan sinceras. El populismo nos dice que los hombres fuertes providenciales pueden exorcizar esa distancia. Pero el otro día en el Bundestag apareció esa humanidad que transmite el personaje de Fagan, recordándonos que esa promesa es también un espejismo. La vulnerabilidad de Merkel, su humanidad y empatía, son nuestra fortaleza.

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