Obama y la cinta métrica
Una de las medidas más ominosas de Clinton fue la política del ‘Don’t ask, don’t tell’ (No lo preguntes, no lo digas). Podría haber gais y lesbianas en el Ejército a condición de que no lo dijesen públicamente
Barack Obama cuenta en sus memorias, Una tierra prometida (Debate, 2020), una escena impactante. Ocurre después de contar los preliminares y la ejecución de la operación que acabó con Osama Bin Laden. Muerto a tiros el terrorista (“Gerónimo identificado”, “Gerónimo muerto en acción”, el asesinato siempre es una elipsis), los SEAL se llevaron el cuerpo a Jalalabad y allí el almirante Bill McRaven habló por videoconferencia con el presidente con el cadáver delante. Creo que se trata de él, dice. Hombre, McRaven, ¿a ojo? Entonces un software de reconocimiento facial de la CIA indicó lo mismo. Como quiera que había que estar segurísimos de que fuese Bin Laden, McRaven pidió a un miembro de su equipo que se tumbara junto al cuerpo para comparar su metro ochenta y ocho de estatura con el metro noventa y cinco de Bin Laden. El tipo ahí tirado al lado de Bin Laden, los otros calculando a ojo si había siete centímetros entre los dos y Obama flipando tanto que se le ocurre decir: “En serio, McRaven. ¿Tanta planificación y no podíais llevar una cinta métrica?”.
El autor de una Una tierra prometida es un tipo que, mientras sale trajeado de un acto en una pista de balonesto, se encuentra una pelota a ocho metros de la canasta, la coge rodeado de cámaras, la tira y encesta. De esa gente hay que alejarse por prudencia, sobre todo si se dedica a la política. Su libro, casi 900 páginas, está lleno de grandes momentos. Uno de ellos es el paseo con Bush durante el traspaso de poderes en la llamada Bestia, la limusina presidencial en la que no entra ningún ruido. Obama mira con disgusto a través del cristal tintado a un grupo de manifestantes con megáfonos y carteles de “Bush criminal de guerra”; mira hacia Bush, por si él también lo ve, pero el expresidente le está contando, entusiasmado, sus métodos para limpiar la maleza en su rancho de Texas, adonde se irá corriendo al acabar la ceremonia. Esa noche, la primera de Obama en la Casa Blanca, se queda solo en la segunda planta mirando a la Pennsylvania Avenue y recuerda cómo, 30 años antes, él estaba un día en esa calle mirando exactamente esa ventana de la segunda planta, preguntándose si allí, dentro de la Casa Blanca, habría alguien mirando hacia la calle, y tratando de imaginar qué pensaría.
Termino el libro conociendo una de las medidas más ominosas de la Administración Clinton; explica la importancia, siempre, de no quedarse nunca a medias: a menudo es peor que cederlo todo. Clinton quiso en 1999 terminar con la discriminación de homosexuales en el Ejército (estaban vetados). Debido a la fuerte oposición en el Congreso se pactó la política del Don’t ask, don’t tell (“No lo preguntes, no lo digas”): podría haber gais y lesbianas en el Ejército a condición de que no lo dijesen públicamente y que los mandos no preguntasen. Obama (“como muchos adolescentes, mis amigos y yo nos tildábamos unos a otros de gais y mariquita a modo de broma, me avergüenzo de mi comportamiento”) tumbó la medida aunque concedió una votación en el Ejército para conocer la opinión de los militares (“no era un asunto que pudiese someterse a plebiscito”). Mike Mullen, presidente del Estado Mayor, calló a la oposición homófoba con unas pocas palabras: “Tenemos en vigor una normativa que obliga a hombres y mujeres jóvenes a mentir sobre quiénes son para poder defender a sus conciudadanos”. Es curioso cómo debates tan estúpidos y enconados se disuelven con la más elemental de las frases, con una simple cinta métrica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.