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Tribuna
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Pasar página

El alto el fuego definitivo de ETA se ha tomado como una amnistía al deber moral de volver la vista atrás

Marta Rebón
Seis de los activistas de ETA condenados a muerte después del veredicto en el histórico "Proceso de Burgos".
Seis de los activistas de ETA condenados a muerte después del veredicto en el histórico "Proceso de Burgos".

Cuando se dice que una palabra es intraducible, ¿lo es también la noción que designa? Según Nabokov, la ausencia de una expresión particular en el vocabulario de un idioma no supone necesariamente la ausencia de la noción correspondiente, pero dificulta su percepción. En ruso —le gustaba repetir al escritor en sus clases— hay dos palabras para “verdad”: pravda e ístina. La primera sería, grosso modo, una verdad cotidiana, cuestionable; la segunda, una suprema: “La luz interior de la verdad”, en palabras de Nabokov. Para tejer una realidad compartida, estas últimas son las esenciales. Que la paz es un valor fundamental a favor del cual merece la pena arriesgarse y hasta equivocarse —como afirmó Joxe Mari Korta, asesinado por ETA— es ístina. También, que el objetivo del terrorismo es solo el terrorismo.

La literatura ha sido un gran espacio de búsqueda de la ístina, razón por la cual durante siglos el poder ruso se propuso doblegar a los escritores. Albert Camus llevó al teatro el microcosmos del terrorismo en los últimos compases del régimen zarista y su debate interno sobre las líneas rojas. “Y si el pueblo entero, por el que luchas, se niega a que maten a sus hijos, ¿habrá que castigarlo a él también?”, pregunta un personaje a otro, el más frío y radical, que responde: “Si es necesario sí, hasta que comprenda”. ETA cruzó todas las líneas rojas y no hizo comprender ni mucho menos. Ahora a sus exmiembros —y a quienes los justificaron— les queda completar el camino de regreso al otro lado. Se trata de ir hasta el fondo de las palabras y de las ideas para reconstruirlas. Es algo más que acatar unas reglas de juego para participar en elecciones y ocupar cargos públicos. A las personas se las juzga por sus acciones, recordaba Tolstói, y se descuida que la palabra también es acción: el discurso de una persona es un espejo de sí misma.

En estos días, cuando en el Congreso volvía a levantarse ruido alrededor de este tema, me he preguntado si cierta torpeza del debate político en España no se deberá a no saber distinguir entre pravda e ístina. Es una limitación de partida, pues lleva a bloquear la comunicación por el afán de imponer verdades particulares (algunas pasan, además, por anular al adversario). Una manera de reconocer y dignificar a las víctimas del terrorismo habría sido el fortalecimiento cualitativo de la democracia, aposentándola en “la imaginación, la generosidad, la transacción y el consenso”, como defendía Ernest Lluch. Saco esto a colación tras haber visto dos series documentales sobre ETA y haber revivido mi infancia y juventud con el telón de fondo de los años de plomo. Es doloroso, pero necesario, recordar que hubo un tiempo en el que no eran una anomalía los casquillos en la acera y las mantas sobre cadáveres, las cartas de extorsión que ponían en un dilema perverso a gente trabajadora, nombres escritos en dianas, féretros de inocentes a veces poco arropados, columnas de humo sobre coches en llamas, edificios reventados donde vivían familias o se iba a hacer la compra. Y ojos que se bajaban o miraban a otra parte, todo envuelto en silencio, toneladas de silencio que impregnaban el alma como una fina lluvia tóxica. Cada acto criminal tuvo un primer radio de acción devastador en el círculo de la víctima, para luego propagarse por las calles y la intimidad de las demás casas, inoculando el temor y la división. No solo se aniquilaron personas y se rompieron vínculos: también se arrebató todo lo que este país pudo haber sido sin violencia después de la dictadura. He oído la voz de familiares y víctimas que no conocía, he vuelto a ver las caras de quienes tuvieron coraje para movilizarse y he rememorado las manos pintadas de blanco, millones de ellas, que exigían “¡basta ya!”.

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Una encuesta difundida antes del estreno de El desafío: ETA indica que entre los jóvenes hay un enorme desconocimiento de lo que ocurrió. En un capítulo de ETA, el final del silencio, se le pregunta a un grupo de universitarios si saben quién fue Miguel Ángel Blanco. La respuesta de la mayoría es el silencio. Da la sensación de que el alto el fuego definitivo anunciado hace casi una década se ha tomado como una amnistía al deber moral de volver la vista atrás con rigor histórico y ético. Eso no conlleva ánimo de revancha, solo voluntad democrática. Lo contrario significa pasar página en falso, no distinguir lo blanco de lo negro, olvidar que el presente es la encrucijada entre el pasado y el futuro. ¿Sabemos hoy en qué punto estamos? ¿Hemos elegido el camino fácil, que consiste en sostener juicios categóricos con énfasis sentimentales, en romper la comunicación con enunciados reiterativos o en aferrarse a una opinión para librarse de todo razonamiento posterior (como alertaba Karl Jaspers)? ¿O hemos emprendido la vía difícil y necesaria, la que penetra en el fondo de la verdad y no pone trabas a la pregunta siguiente?

Marta Rebón es escritora y traductora.

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