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Tribuna
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¿Por qué hemos querido ser tan ciegos?

La crisis de la democracia estadounidense no termina con la derrota de Donald Trump porque tampoco empezó con él. El racismo generó el monstruo de la vulnerabilidad social al populismo

Alma Guillermoprieto Elecciones EEUU
Eva Vázquez

Inconcebiblemente, el habitante de la Casa Blanca, que vive rodeado de manifestantes que lo odian a gritos, no está dispuesto a desocupar el predio. Habrá que reflexionar por qué no logramos deshacernos de este meteoro anaranjado que cayó tan imprevistamente en el ya de por sí atormentado mar de nuestras vidas, pero el caso es que a base de ofensas a la moral, a la ley, a la decencia, logra que aun derrotado no nos lo podamos sacar de la cabeza. Tiene ese talento en común con el difunto Hugo Chávez: también él invadía todos los rincones del pensamiento de los venezolanos, estuvieran a favor o en contra. También él decía cuando iba perdiendo que no, que iba ganando. También a él lo podía increpar un rey, como a este le reclama el presidente electo de su país —"¿Por qué no te callas?"— y seguía moviendo la lengua como si la tuviera conectada a un motor. A Chávez solo lo pudo silenciar la muerte. Aún corremos el peligro de que a este no lo detenga nada: aprendió muy pronto que una buena parte de las instituciones democráticas de su país existen simplemente gracias a la tradición y los acuerdos comunes, y que se pueden tumbar a patadas. Secretos de la matonería.

Cuatro días nos pasamos con sus noches, cocinándonos los ojos en el azul de la pantalla, viendo caer las horas con gotero, hasta que por fin quedó claro que el retador iba ganando. Ni siquiera entonces celebramos: tuvo que quedar plenamente confirmado el triunfo de Joseph Biden el pasado sábado 7 para que mis amigos en Estados Unidos salieran enloquecidos a la calle a cantar victoria y mandar selfis abriendo botellas de champaña y GIF envenenados donde se muestra al perdedor con bandera de loser. Pero en el fondo de esa celebración había y hay susto y rabia, porque Biden no ganó por mayoría abrumadora como creíamos nosotros, tan ingenuos, tan biempensantes. Más bien, en el país cuna de la democracia electoral, orgulloso de su estatus cosmopolita y refugio de perseguidos, más ciudadanos que nunca salieron a la calle a votar por y para defender a un charlatán racista, misógino, y xenófobo. Entre los escombros de la elección busco pistas.

El 25 de mayo en la ciudad de Minneapolis un policía se arrodilló sobre la tráquea de un hombrón cándido y desarmado y se mantuvo así, con mirada desafiante, durante ocho minutos y cuarenta y seis segundos, frente a los espectadores que le gritaban horrorizados que lo soltara, hasta que ese hombre, George Floyd, murió. Y todavía el policía no le quitó la rodilla de encima. Entonces surgió un movimiento espléndido de protestas y marchas, en su inmensa mayoría pacíficas, se formó el Black Lives Matter, las poblaciones de la diáspora africana del mundo entero adoptaron la consigna y a muchos de nosotros, muchísimos, nos cerró la garganta un llanto complicado: alegría por la inmensa ola de protesta, dolor por la familia de Floyd, rabia por la vida de este hombre, que una vez pagó meses de cárcel por posesión de un gramo de cocaína, cuando cualquier juniorcito de Wall Street se pasa por la nariz cantidades industriales de perico todos los fines de semana sin que un policía le diga nada más que “buenas noches, señor”.

Pero un porcentaje demasiado grande de los electores de Estados Unidos no vio a George Floyd y su martirio ni las protestas pacíficas que se sucedieron noche tras noche. Vio más bien que algunas noches en unas cuantas ciudades unos cuantos hicieron estallar las vitrinas de una zona comercial, incendiaron, incluso, bastantes comercios, destrozaron una distribuidora de automóviles. Entonces, 70 millones de ciudadanos se dijeron, “fuckin' niggers, viva Donald Trump”. Como explicación podríamos hablar largamente del anacrónico colegio electoral, que le da una cantidad proporcional de puntos a cada Estado, y le otorga al ganador de la contienda electoral todos esos puntos. Podríamos examinar el deterioro alarmante del sistema educativo; la situación de la clase media trabajadora, que por primera vez desde la II Guerra Mundial no le puede prometer a sus hijos mejor vida que la que han tenido ellos, y que no la tienen muy desahogada tampoco; el auge de las iglesias protestantes fundamentalistas con su desconfianza de los Gobiernos de este mundo y su repudio a la razón y al método científico (en ellas surgió la actual y peligrosa moda de no vacunarse). Y podemos incluir en esta receta para el desastre la realidad que los de Make America Great Again intuyen: EE UU ya no es la máxima potencia del mundo, sino un país atrasado y, en muchos aspectos, decadente. Todo esto ayuda, sin duda, a entender el fenómeno Trump. Nunca es más vulnerable una sociedad al populismo o a un régimen totalitario que cuando ha perdido las esperanzas.

Pero es el racismo el que generó al monstruo. Desde Brasil, que en 1888 fue el último país del hemisferio en abolir la esclavitud, hasta México, donde sobreviven pequeños núcleos descendientes de los africanos que dejaron la vida en los cañaverales e ingenios azucareros de la colonia, las Américas de España y Portugal compraron, mataron y vendieron a africanos y a sus hijos y nietos —los cálculos más prudentes estiman que murieron un total de cuatro millones de africanos y sus descendientes durante la esclavitud—. Pero solo en EE UU han querido preservar el privilegio de ser racistas y quedar bien con su conciencia al mismo tiempo. Los Gobiernos demócratas impulsaron las enmiendas a la Constitución que daban fuerza legal a la pelea por la igualdad de derechos de los negros y las mujeres. Mientras, en el Sur se irguieron estatuas a los secesionistas que pelearon en nombre del derecho a la esclavitud. Se linchó, según datos oficiales, a 3.500 hombres —y mujeres— afroamericanos, y se prohibió que niñas y niños negros estudiaran junto a niñas y niños blancos.

Obligados por la ley a ir en contra de sus más profundas convicciones, sujetos a un presidente negro, marginados de la dinámica de la economía y cultura de su país, acosados por nuevos ciudadanos de todos los colores y preferencias sexuales, una alta proporción de los votantes blancos encontraron un bálsamo en Donald Trump (“que Obama demuestre que no nació en Kenia”) . Pudieron gritar a pleno día cosas vergonzosas sabiendo que lo eran. Pudieron sacar las armas guardadas en el closet desde Vietnam o Afganistán o Irak y desfilar amenazantes frente a los negros y latinos y blancos timoratos como nosotros. Sabiendo que su presidente jamás les llamaría la atención, un adolescente mató a dos manifestantes del movimiento Black Lives Matter, y otros seis planearon el secuestro y asesinato de la gobernadora de Michigan. Cada golpe de violencia fue un triunfo, porque por un instante feliz los losers fueron los otros. Y al lado de los radicales salieron a votar también las buenas conciencias que se repitieron que no son racistas, que quieren lo mejor para la gente de color, pero no entienden por qué tantos son homeless (estadística errada), que les parece excesiva la atención médica gratis para todos y que, en realidad, lo que pasa es que Trump ha manejado muy bien la economía y los demócratas son castrochavistas.

Podemos suponer que tarde o temprano Trump admitirá su derrota, pero la crisis de la democracia estadounidense no termina con eso, porque no empezó con él. Frente a la realidad que esta elección ha vuelto ineludible mis amigos estadounidenses se preguntan: ¿Quiénes somos? ¿Por qué hemos querido ser tan ciegos? ¿Cómo proceder ahora? Tocará buscar largamente las respuestas.

Alma Guillermoprieto es premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2018.

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