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Columna
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Utópica

¿Por qué no volver a tener confianza en los metarrelatos emancipadores, en la poesía después de Auschwitz, en la verdad como horizonte de la filosofía y en el optimismo cognoscitivo?

Marta Sanz
Un fotograma de la versión cinematográfica de 'Fahrenheit 451'.
Un fotograma de la versión cinematográfica de 'Fahrenheit 451'.

Como llevo unas semanas ceniza y aguafiestas, y, aunque nunca está de más meter el dedo en la llaga, creo que también es imprescindible el impulso de las alegrías semirrevolucionarias —perdón por este léxico intolerable—. Así, hoy, con la sensación de haber caído muy bajo, pero de poder caer aún más, ha llegado el momento de reflexionar sobre la utopía y la confianza en la cultura —no en toda—. Esa idea me ha llevado a recordar una charla en la librería Enclave de Madrid: hablábamos de literatura de intervención y de si era factible que algún discurso, con pretensiones de hacerse eco en el espacio público, no interviniese. Nos preguntábamos si era posible la asepsia en una realidad marcada por la sepsis y si la escritura blanca no era, más bien, una escritura imposiblemente catatónica: una aproximación a la cultura que, a fuerza de ingenuidad y de caerse del guindo, podía ser deshonesta. En aquel acto, aplicamos un sentido común del que habitualmente abominamos; nosotras —y nosotros— somos más de esgrimir nociones como ideología dominante, hegemónica o invisible, normalización, naturalización, resignificación y/o crítica. A mucha honra. Pero ese día pusimos un ejemplo-manzanilla facilitador de la digestión: si Torquemada y los inquisidores habían confeccionado el Índice; si los nazis habían quemado libros; si Bradbury había escrito Fahrenheit 451; si nuestra sentimentalidad se había depravado a fuerza de la distorsión del discurso romántico y comedias estadounidenses pastelosas, entonces… ¡no era verdad que la cultura no sirviera para nada! Si servía para lo malo, también debía de servir para lo bueno, ¿no? Con esa lógica aplastante dimos por válida la idea de que la cultura refleja y construye realidad y, en la medida que construye, interviene, y que no se trata de cancelar —menudo eufemismo— textos, sino de aprenderlos a leer. Diez micropuntos para nuestras cabezas pensantes y nada borradoras.

El relato de esta vivencia, que nos devuelve a aquel mundo tan viejo de tesis, antítesis, síntesis, me sirve para anunciarles, a bombo y platillo, que la utopía es posible. Porque ya estamos viviendo una realidad distópica, y, si estamos viviendo lo distópico, ¿por qué habríamos de renunciar a lo utópico? No estoy pensando en falansterios ni en poses a lo Walden ni en menosprecios de corte y alabanzas de aldea. Si hemos llegado al universo hidrogel, la mascarilla, el miedo a morir cada vez que coges aire, la vida sin tacto, la destrucción del tejido económico, las fantasmagorías que duelen menos que la vida en directo, los programas de televisión que han pasado de hablar de lo fantástico como si fuera real a hablar de lo real como si fuera fantástico —lo flipo con Iker Jiménez—; si hemos llegado a los llamamientos de ayuda al mundo influencer y al 45% del paro juvenil, al maltrato de personas mayores y discapacitadas, si estamos a punto de dar por inaugurado el pantano de la destrucción de lo público y el hambre no va a ser un tema de novela decimonónica, digo yo, entonces… ¿por qué no volver a tener confianza en los metarrelatos emancipadores, en la razón ilustrada y en la poesía después de Auschwitz, en la verdad como horizonte de la filosofía y en el optimismo cognoscitivo? Les ofrezco una alternativa positiva al pensamiento positivo. Estoy de muy buen rollo.


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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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