Balance
En ‘Tercer acto’, de Félix de Azúa, encontramos la voz despiadada pero acogedora de la inteligencia, qué alivio en los tiempos que corren
Llegados a cierta edad es imposible hablar razonablemente del futuro, pero sigue siendo difícil hablar del pasado. La literatura sirve para eso, para que la palabra alcance a dar cuenta de lo que el tiempo ha destruido: la memoria escarba entre los restos, escoge piezas rotas y trata de montar un rompecabezas que nunca convencerá del todo pero será preferible a la desolación del olvido. Así lo ha hecho Félix de Azúa en Tercer acto (Literatura Random House), cuarta y última entrega de una peculiar autobiografía que hurta sofisticadamente al protagonista y realza con perspicacia, humor y cierto desafío todo lo demás: las circunstancias sin el yo, para confusión de orteguianos. Desde luego este libro puede y yo diría que debe leerse sin preocuparse de los tres anteriores. Es el más propiamente autobiográfico pero también el que con más descaro acepta su condición novelesca. Un arte de birlibirloque, por decirlo como Bergamín, muy difícil de llevar a cabo con donaire, pero que Azúa resuelve gracias a un estilo implacable que puede transcurrir sin vacilar de lo burlón a lo conmovedor. La voz despiadada pero acogedora de la inteligencia, qué alivio en los tiempos que corren...
Como lector, este libro me plantea cierto desafío porque las circunstancias sin yo que narra se parecen mucho a las mías. El párvulo heroísmo antifranquista, la fascinación por el maestro fulminante e inasumible, la ontología como subversión del mundo, París y su guardería erótica, la fraternidad de los Niños Perdidos fundada por Peter Pan, la llegada del cocodrilo con el tictac del tiempo en su interior que devora sucesivamente a todos... el enigma de lo irremediable. Todo lo he conocido, más o menos, y ahora lo redescubro leyendo Tercer acto. ¿Perdición sin ganancia? Solo el paso de la vida...
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