Estado fallido y Estado de derecho
De aprobarse la propuesta de reforma judicial, la independencia de los poderes se vería tan seriamente vulnerada que tendríamos que dar la razón a los comentaristas europeos sobre la fragilidad de España
Dos renombrados politólogos europeos han hecho pública su aprensión respecto a que España pueda convertirse en un Estado fallido. Este es un término tan catastrófico como ambiguo, utilizado por los científicos sociales, de Max Weber a Noam Chomsky, y que permite al Fondo para la Paz publicar anualmente una clasificación de países según la sostenibilidad o vulnerabilidad de sus instituciones. España ocupa habitualmente en ella puestos por encima del número 30. No figura entre los mejores, calificados de Estados muy sostenibles, simplemente sostenibles, o muy estables. Pero tampoco se encuentra entre aquellos cuya debilidad encienden las alertas. Forma parte de lo que podríamos llamar el pelotón de los mediocres, en los que es reconocible la estabilidad de sus instituciones tanto como las amenazas que se yerguen contra ellas.
Un Estado fallido es incapaz de proteger a sus ciudadanos, no ejerce el monopolio del uso legítimo de la fuerza para garantizar el imperio de la ley, y no presta regularmente al conjunto de la población servicios básicos como salud y educación. De modo que aplicar dicho calificativo a España constituye una hipérbole absoluta. Pero no resulta prudente desoír las alarmas respecto a las dificultades que enfrentamos, ni desconocer que el mencionado ranking sobre la fragilidad de los Estados en 2020 fue publicado en marzo, antes de la eclosión de la pandemia. Con toda probabilidad nuestras puntuaciones ahora serían peores. He aquí algunas de ellas.
Es casi general el suspenso aplicado a la gestión sanitaria y económica de la crisis del covid por parte del Gobierno Sánchez. Respetados órganos de opinión de la Unión Europea, conservadores unos, progresistas otros, coinciden en poner de relieve el escandaloso saldo de fallecidos, la extensión de los contagios y la abrupta caída de nuestra economía, renglones todos ellos en los que somos los peores de la clase. Todos inciden en la ausencia de coordinación de las administraciones, la falta de transparencia de las autoridades o el aumento de la conflictividad política. Y se vierten acusaciones, no del todo infundadas, respecto a la disfuncionalidad del Estado de las autonomías en circunstancias como las actuales. Las amenazas a la cohesión territorial, la polémica sobre la forma de Estado, los ataques al Rey, la opacidad informativa y, para colmo, los intentos de intervención en el Poder Judicial, suscitan temores respecto al futuro de nuestras instituciones y la consiguiente viabilidad del Estado democrático.
No me alineo con quienes piensan, incluso arrellanados en el banco azul, que están contados los días de la Constitución de 1978, por muchas patadas que se den a su articulado. Pero cada día que pasa parece más evidente que las enfermedades infantiles de la izquierda, la vileza moral de algunos gobernantes y la incompetencia generalizada de la actual clase política se confabulan de manera objetiva para hacer de España un país peor de lo que en realidad es, y mucho peor de lo que sus ciudadanos merecen.
No hay que ser muy imaginativo para pensar que ante un terremoto social como el que la pandemia impulsa decaen todos los análisis previos y la realidad destroza los deseos. En semejante escenario, en el que ya existían disfuncionalidades severas de otro tipo, lo lógico y deseable hubiera sido convocar a un Gobierno de unidad nacional, o cuando menos un acuerdo parlamentario, abandonando inicialmente los sueños de adolescentes, o aplazándolos al menos a que amainara la tempestad. Ni Sánchez lo quiso ni Casado lo ofreció y entre ellos y sus respectivos secuaces han acabado por convertir el Parlamento, representación de la soberanía nacional, en un patio de verduleras, y verduleros, donde detrás de cada insulto se escucha una sandez, y luego una mentira.
El trágico sainete representado por el ministro de Sanidad y la presidenta madrileña puso de relieve la inexistencia de un plan de acción consensuado entre Moncloa y las autonomías. Resalta la argucia del presidente para endosar a estas la responsabilidad casi única de la gestión contra la epidemia; algo que engrosaba la flatulenta arrogancia de los nacionalistas catalanes, vascos o españoles. Pero en todo el territorio nacional la gestión contra la epidemia ha sido manifiestamente mejorable. Los adeudos por el fracaso son compartidos, y recaen fundamentalmente en el desorden entre administraciones, la tardanza en reaccionar, la falta de anticipación y rapidez en las medidas, y la ausencia de un comité de expertos reconocidos, siempre invocado y nunca identificado por quienes toman las decisiones.
La mencionada descoordinación, cuando no confrontación como en el caso de Madrid, entre autoridades autonómicas y Gobierno central no pasa inadvertida en la Comisión Europea. Sus recomendaciones específicas para España, que serán tenidas en cuenta a la hora de calificar los planes que permitan ingresar los fondos de reconstrucción, incluyen una reforma de nuestro mercado interior para dotarle de mayor unidad, y una rectificación respecto a la fragmentación administrativa y la acumulación de regulaciones dispersas y diversas. La imagen de desconcierto y confusión escenificada en la lucha contra la pandemia amenaza además a la estabilidad y prestigio del régimen de las autonomías. Este es uno de los mayores éxitos de la Transición, pero si quiere perdurar tiene que dotarse de mecanismos federales.
El fracaso sanitario es evidente, aunque no lo quiera reconocer el poder político ni encargar un estudio de sus causas. Su incidencia económica arroja también las peores cifras imaginables. La falta de transparencia y el exceso de triunfalismo a la hora de presentar los Presupuestos del Estado y anunciar la llegada del maná europeo acabarán siendo el umbral de nuevas decepciones y mentises respecto a las exageradas promesas del Gobierno. Sobra propaganda y falta liderazgo. Pero tampoco la economía, por malos que sean los augurios, y ni siquiera la crisis social que se avecina como consecuencia de las pobres prestaciones de aquella, justifican en ningún caso aplicar el calificativo de fallido a nuestro Estado.
La gestión de la pandemia y de la economía, por lamentables que puedan ser, o el barullo ocasional del régimen autonómico, no justifican las previsiones del fracaso de nuestra Constitución, que tanto anhelan algunos. Son solo importantes errores y falencias políticas, no estructurales. La verdadera agresión a la sostenibilidad de nuestras instituciones democráticas, la única que de triunfar podría justificar el calificativo de fallido a nuestro Estado, proviene de la iniciativa legislativa de los partidos del Gobierno sobre la elección del Consejo General del Poder Judicial. Ya sabemos que todas las democracias son imperfectas, y todas se encuentran permanentemente amenazadas. Por eso la separación de poderes resulta una necesidad imperiosa que debe ser defendida frente al avorazamiento del poder. Ya está hoy muy perjudicada la independencia del Legislativo respecto al Ejecutivo por un régimen electoral que privilegia a las cúpulas de los partidos con la existencia de listas cerradas y bloqueadas y convierte a los diputados en dóciles monaguillos de las decisiones de sus jefes. Como consecuencia de ello, lejos de controlar el Parlamento al Gobierno son en gran medida los Gobiernos los que determinan el comportamiento del Parlamento. De modo que las llamadas sesiones de control se han convertido en realidad en sesiones de insultos y no de debate.
La elección por una mayoría parlamentaria no cualificada del CGPJ convertiría a este en un nuevo acólito del poder y destruiría los fundamentos de la democracia. Tiene razón Sánchez cuando exige lealtad constitucional al Partido Popular a fin de renovar cuanto antes dicho organismo. Sin embargo, la proposición de ley presentada por PSOE y Unidas Podemos solo pone de relieve la ausencia de talante democrático en el actual Gobierno de coalición. De aprobarse esa propuesta, el Estado de derecho y la independencia de los poderes se verían tan seriamente vulnerados que tendríamos que dar la razón a los comentaristas europeos. España sería un Estado fallido. Y la hasta ahora brillante historia del PSOE, que deslumbró en el consenso de la Transición, tendría que ser borrada de la memoria democrática.
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