La enfermedad de los costes de la sanidad
La suficiencia de recursos es una de las exigencias de la recuperación: no podemos fallar como siempre
La alarmante situación actual de la pandemia dispara nuestras dudas sobre su gestión, a la que hacemos casi única responsable de sus resultados olvidando otros elementos, como la situación de nuestro sistema sanitario, que influye también de modo decisivo. No se analiza, sin embargo, porque existe una idea generalizada sobre la excelencia de la sanidad pública española, cierta de acuerdo con determinados parámetros. Pero están saliendo a la luz graves problemas de fondo que deben hacernos pensar.
El pecado original de nuestra sanidad —su dramática y creciente insuficiencia de recursos— puede estudiarse partiendo de las ideas del profesor de Economía de la Universidad de Nueva York y firme candidato al Nobel, William Baumol, quien publicó en 2012 el trabajo La enfermedad de los costes: por qué los ordenadores son cada vez más baratos y la sanidad no, que resucitaba una antigua teoría suya de los años sesenta: la enfermedad del coste de los servicios públicos.
Como todos conocen, la innovación y el avance tecnológico mejoran la productividad del trabajo, haciendo crecer el volumen de producción y los ingresos empresariales por trabajador. Con ello, se satisfacen los aumentos de demanda, las subidas salariales y las mejoras de beneficios, sin aumentar el precio de los productos o incluso reduciéndolo. Como consecuencia, los sectores podían ordenarse según su intensidad en innovación y tecnología. En la parte baja de la tabla, en los sectores poco susceptibles a los avances tecnológicos e intensivos en trabajo —donde Baumol sitúa la educación, la salud o la creación musical— no se producen estos aumentos de productividad. Un cuarteto de cuerda, dice Baumol, tarda igual en interpretar a Beethoven en 2020 que hace 200 años y una exploración médica emplea el mismo tiempo ahora que antes. Nótese que, pese a innovaciones tecnológicas en determinados ámbitos, la sanidad en su conjunto es intensiva en trabajo. La consecuencia es trascendental: los incrementos de demanda o de salarios en sanidad (y educación) aumentan el coste de sus servicios: serán necesarios más médicos o mejor pagados. Según Baumol, entre 1980 y 2010, el coste de la educación universitaria aumentó en EE UU el 440%, el de la sanidad el 250%, la media de los precios el 110% y los salarios el 150%.
Se trata de la enfermedad del coste de los servicios públicos. No entenderla significa condenar a una creciente insuficiencia de recursos a los sistemas sanitario y educativo. Cuestión tanto más grave cuando se trata de servicios esenciales para la eficiencia económica. Satisfacer los costes de estos sectores es el precio que hay que pagar por el progreso económico y por el Estado de bienestar. No lo hemos pagado ni lo estamos pagando. Más aún, las diversas ideologías discrepan respecto al tema según sean sus ideas sobre el tamaño del sector público, las prioridades y eficiencia del gasto o los niveles soportables de desigualdad. Pero las cifras son elocuentes: el gasto público per capita en sanidad de Alemania supera en el 250% al de nuestro país y el español se sitúa en el puesto 17 de los 27 países de la UE.
Todo esto se ha reflejado en la pandemia. En la primera fase, la falta de recursos afectó gravemente al personal sanitario (falta de equipos y exceso de trabajo) y a los pacientes de riesgo (colapso en las UCI); actualmente se ensaña con la insuficiencia de rastreadores o de personal sanitario en atención primaria y con las previsibles carencias hospitalarias a corto plazo. No se trata sólo de una situación excepcional. La escasez endémica de financiación, agravada por los recortes de personas y salarios de la última crisis, pasan factura a un sistema de sanitarios muy cualificados, pero insuficientes y mal remunerados, sobre quienes recae el peso de la pandemia.
En el futuro, asegurar la suficiencia de recursos en la sanidad constituye una de las principales exigencias de la recuperación del país: no podemos fallar como siempre. Pero también es necesario mejorar su eficiencia mediante una rigurosa reforma, tema complejo, pero donde no pueden faltar aumentos de personal y retribuciones, incrementos de I+D+i para mejorar la productividad, más coordinación entre Gobierno y comunidades autónomas, optimizar el coste farmacéutico o dedicar abundantes recursos a la atención primaria y la medicina preventiva. Finalmente, quiero dejar clara mi posición respecto a la creciente tendencia a privatizar la sanidad pública: es preciso intensificar el tamaño y calidad del sistema público de salud porque asegura la universalidad y no discriminación de pacientes y porque no existen motivos para que la sanidad privada sea más eficiente que la pública y sí para que tenga mayores costes como los beneficios del capital.
La pandemia nos ha abierto los ojos: hace falta otro sistema público sanitario (y educativo) con recursos crecientes adecuados a la naturaleza de sus costes como base del progreso económico y de un mejor Estado de bienestar. Si, golpeados por la experiencia, no aprovechamos esta oportunidad perderemos el tren definitivamente.
Agustín del Valle es profesor emérito de EOI Escuela de Negocios y director del Observatorio EOI de Economía Global.
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