Así no
La reforma del Poder Judicial del PSOE y Unidas Podemos resulta inaceptable
La sesión de control del Gobierno se convirtió ayer en el Congreso en la enésima puesta en escena del barullo político que está deteriorando gravemente la democracia. El registro de una proposición de ley para la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, auspiciada por el PSOE y Unidas Podemos, se coló en el hemiciclo para enfrentar de nuevo de manera bronca a las fuerzas políticas. El Partido Popular persiste en su negativa de renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y los partidos del Gobierno han tomado la iniciativa para acabar con esta anomalía.
La voluntad de recuperar la normalidad institucional está justificada. Pero el proyecto en sí y la precipitación con la que se quiere resolver esta cuestión —extremadamente delicada en la medida en que toca los fundamentos de la separación de poderes en un Estado de derecho— resultan inaceptables. Al bloqueo en el que se ha instalado el PP —el PSOE consiguió también paralizar durante años la sustitución de algunos miembros del Tribunal Constitucional— se ha respondido con una proposición que entraña grandes peligros: sacar adelante la reforma sea como sea apoyándose en la mayoría absoluta que el actual Gobierno puede conseguir en el Parlamento. La idea de sustituir también por ese camino a 12 vocales del CGPJ choca con el espíritu de la Constitución. Elegir el gobierno de los jueces —y otros organismos del núcleo del Estado— por mayorías cualificadas, que obligan inevitablemente a acuerdos transversales, favorece la estabilidad del sistema.
La obstinación del PP tiene algo de huida hacia adelante. Pablo Casado ha sido incapaz de recuperar para su organización su perfil de partido de Estado, temeroso de ser desbordado por la extrema derecha si no mantiene un discurso polarizador, y está dedicado sobre todo a sacar petróleo de la fórmula de “cuanto peor, mejor”, que solo conduce a la parálisis y al desbarajuste. Los partidos del Gobierno dan señales de decantarse también por esos derroteros al evitar que sea el propio Ejecutivo el que procure esa reforma a través de un proyecto de ley, que exigiría la elaboración de una serie de informes técnicos, del propio CGPJ y del Consejo de Estado. De salir adelante, la proposición de ley —redactada además con una técnica legislativa de brocha gorda— acabará en el Tribunal Constitucional, con altísimas posibilidades de no pasar el examen.
En un momento tan extremadamente grave como el que atraviesa el país, empujar esta proposición de ley que puede resultar lesiva para el Estado de derecho no parece otra cosa que intentar salir del paso con un argumento fraudulento: hicimos lo que pudimos, la culpa es de los otros. Pero esa manera de hacer política —siendo, sin duda, muy complejo romper el injustificable bloqueo con el que el PP tiene secuestradas a las instituciones— responde a un modelo que tendría que desterrarse cuanto antes del sistema: el de levantar banderas que no tienen recorrido. No lo tiene el bloqueo del PP. No debería de tenerlo el proyecto de los partidos del Gobierno. Y si finalmente lo tuviera, no resulta el más adecuado para reforzar la independencia del Poder Judicial. Ambos tienen que sentarse de forma inmediata a negociar en lugar de seguir causando destrozos a la arquitectura institucional del país.
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