Afeitado
En cada cuerpo extinto hay un trozo minúsculo de nuestro yo. Nos estamos quedando lentamente sin yo. Sin darnos cuenta
Ya sé que estas cosas no se eligen, pero preferiría morirme vestido. Por pudor. En cierta ocasión le hice un reportaje a un suicida que se quitó la vida en pijama y con chanclas. No me dio tiempo a preguntarle el porqué de ese atuendo, pero supongo que quería morirse como en casa, a pesar de que se mató en la habitación de un hotel. Un pijama recién lavado y recién planchado, como si saliera de la ducha. Quizá se duchó antes de ingerir el cóctel final. Eso no logré averiguarlo. Me imagino a la muerte visitándome con su guadaña al hombro y sus harapos sobre el cuerpo huesudo que la caracteriza. Me pregunta: “¿Quieres fallecer como en casa o como si estuvieras de visita?”. Lo pienso y dudo. Cada muerte tiene sus ventajas. En todo caso, preferiría morirme vestido, no con un pijama, sino con un polo de manga corta, una chaqueta de verano y unos pantalones vaqueros. Como si estuviera a punto de salir para comer con unos amigos.
Ahora hay mucha gente que se muere desnuda. O peor: con la bata práctica y humillante de los hospitales. Pienso en esas personas de continuo para no acostumbrarme a esta riada de cadáveres producida en parte por la pandemia y en parte por su gestión política. Acostumbrarse a la muerte es tan malo como acostumbrarse a los nacimientos. Tanto lo uno como lo otro es extraordinario y deberíamos tratarlo de ese modo. Cuando el obituario de la prensa se convierte en algo tan previsible como el editorial, tenemos un problema. Nos morimos un poco en los otros. En cada cuerpo extinto hay un trozo minúsculo de nuestro yo. Nos estamos quedando lentamente sin yo. Sin darnos cuenta. ¿Es mejor perderlo vestido de calle o de andar por casa? No albergo duda alguna: de calle y, a ser posible, recién afeitado.
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