Los humanos que el virus ha descubierto en Brasil
Solo podrá haber luto por los muertos de la covid-19 con lucha: para que haya investigación, responsabilización y justicia
He estado peregrinando por los memoriales y por páginas desconocidas de las redes sociales en busca de fragmentos de las vidas de los muertos, en busca de declaraciones de los enlutados, para poder creer yo también que ha habido una muerte. Y entonces presto mi cuerpo y escribo a partir de estos fragmentos. Esta crónica que hago a partir de lo real me ayuda a mantenerme en pie. Es mi forma de estar junto a ellos en un velatorio que no ha velado, en un entierro que también ha enterrado a los vivos porque no ha habido despedida, en un sepelio donde los familiares se han visto obligados a ocultar la causa de la muerte para no ser estigmatizados por el vecindario. Sí, porque esto también sucede en Brasil. Morir de la covid-19 se ha convertido en una vergüenza que hay que ocultar, de la misma forma que hay infrarregistro en las cifras oficiales.
Deambulo por la historia de otros para hilvanar briznas de vida. No reportajes o testimonios, como suelo hacer, sino pequeñas crónicas como las que vienen a continuación:
Era el pijama azul, el que tenía la mancha de vino en el pecho. Siempre se manchaba la ropa cuando comía o bebía. Quería enterrarlo con él, para que tuviera algo que pudiera reconocer en la travesía, para que no se fuera hacia la oscuridad sin algo familiar, para que mis intentos siempre fallidos de quitar la mancha fueran un recuerdo de que le había querido tanto. Pero te arrancaron de mí, ni siquiera pude acariciarte la cara. No solo he perdido tu vida, también he perdido tu muerte.
Cuando se reía, intentaba ocultar un diente amarillento, una escultura arruinada por un dentista barato que no prestó atención a su sonrisa. Y ahora, cuando me la han arrancado, ese diente torcido, maltratado por la vida, es lo que más echo en falta. Como si solo él pudiera devolverme algo de cordura en esta locura de no poder decirte que nunca me esforcé para ayudarte a pagar el dentista porque no quería perder ni un trocito de ti, ni siquiera ese diente que te avergonzaba, pero que yo quería porque era la prueba de que eras de este mundo y no te escaparías. Sí, siempre pensé que eras la perfección que yo no merecía, pero quería. Y entonces te secuestraron de mí. Y yo, que te lo contaba todo, solo a ti, no tengo a nadie a quien contarle que hasta tu diente malo echo de menos.
Dijeron que los niños tenían muchas muchas muchas menos posibilidades de contraer el virus. Me aferré a eso. Tú, mi niña, tenías las mejillas demasiado grandes, demasiado rosadas, para que cupiera un virus. Y cuando corrías, tenías absoluta confianza en tus pasos inciertos. Y cuando te caías, solo te reías, anunciando que no temerías las caídas que vendrían. Yo, sí. Temía todas tus caídas. Y ahora que solo eres una foto en un marco, ahora que ni siquiera me han permitido mecer tu cuerpo, ahora que te has ido en ese pequeño ataúd cerrado donde no podía reconocerte, mi niña, solo quisiera tener la oportunidad de verte caer y ayudarte a levantarte. Tengo que decirte que no me lo creo. ¿Cómo sé que no había otra en ese ataúd? ¿Cómo voy a saber que no estás viva cayéndote de culo en otro suelo y riéndote como si fuera otra gracia del mundo que estabas empezando a descubrir? Por la noche sueño, hija mía, que camino hacia el cementerio y te arranco de allí. Abro ese ataúd como si fuera un joyero y te rescato de la oscuridad y así yo también salgo de la oscuridad en la que estoy desde que te fuiste en una caja. Y nunca más, nunca, saldrás de mi útero otra vez.
Dijeron que podías morir; al fin y al cabo, eras viejo. Escuché a ese animal decir cosas como esta. Mueren los que tienen que morir. Te dejaron morir, como dejaron morir a tantos. No sabían nada de tus pequeñas delicadezas, o de tus maldades, a veces te gustaba ser malvado, como cuando te reías cuando me veías caminar curvada. Pero los que decían eso no sabían que también me cubrías, te pasabas la noche cubriéndome, porque al envejecer mi sueño se volvió errático e inquieto, y me destapaba como si estuviera enfadada con la manta. Y te despertabas para que no se me enfriaran los pies, y a veces, nunca te lo dije, solo fingía para que me cuidaras. Y yo no pude. No pude cuidar de ti. Tuviste fiebre, desapareciste en la boca del hospital y, de ahí, te vomitaron en un ataúd sellado. No consigo explicar por qué tengo miedo de seguir tu camino, y el presidente de mi país dice que los ancianos tienen autorización para morir. No sé qué me ha pasado, querría contártelo y quizás lo supieras, pero marchitándome entre los pliegues de mi piel arrugada (¿recuerdas lo lisa que era mi piel? Ya no queda nadie que recuerde lo lisa que era mi piel), llorando día tras día unas lágrimas secas que me desuellan los ojos cansados, todavía quiero vivir. Y no sé para qué. Tú lo sabrías, siempre sabías mis razones.
Desde que desapareció, porque para mí siempre será un secuestro, ya que no la vi, no la preparé, no la abracé, no le pude decir nada al oído. Desde que desapareció, solo puedo pensar en la pelusa que tenía en la nuca. Como si una parte de ella nunca hubiera desistido de ser bebé, aunque ya fuera una mujer adulta. Cuando era dura, en el trabajo, me reía por dentro, porque solo yo conocía la pelusa que escondía. Solo yo conocía esa verdad más absoluta que cualquier otra que vendiera al mundo. Y eso era lo que me hacía sentir especial. Aunque también fuera dura conmigo más veces de las necesarias, me dejó llegar donde nadie más había llegado, como una cima del Everest propia, y me dejó ver. Y ahora la pelusa también está en el silencio de los muertos que no pueden descansar porque no han sido velados.
Crecí leyendo historias sobre pandemias, especialmente en la Edad Media. Las grandes pestes que devastaron un continente entero. Intenté convencer a Médicos sin Fronteras de que me permitieran acompañarlos en una epidemia de ébola en Uganda hace años. Presencié cómo la enfermedad de Chagas se había convertido en una maldición que cruzaba —y mataba y marcaba— a generaciones de campesinos bolivianos porque pocos estaban interesados en detener esas muertes y, así, lo que es evitable se vuelve inmutable. Ya era reportera cuando el sida mató a algunos de mis ídolos. Ser periodista es también aceptar que tu vida estará marcada por la muerte de aquellos que nunca conociste.
Cuando llegó la pandemia de la covid-19, no me sorprendió. Los que escribimos sobre la destrucción de la naturaleza, sobre la emergencia climática, sabíamos que el tiempo de las pandemias llegaría. Llevamos años gritando, y los indígenas, que saben más, llevan décadas. Cuando llegaron las primeras noticias, estaba en un barco de Greenpeace en la Antártida y escuchaba las explosiones de los icebergs. ¿Qué podría ser más aterrador que el continente helado sin hielo? Y entonces los periodistas chinos que nos reemplazarían en la siguiente etapa no pudieron venir. Y cuando llegamos al aeropuerto, en Chile, había gente con mascarillas por todos lados.
Hace mucho que intento prepararme para el abismo que la minoría dominante del planeta —las grandes corporaciones, los multimillonarios que arrancaron sus fortunas de la naturaleza, los gobernantes y los ejecutivos que les sirven— han cavado para todos nosotros. Pero nunca me he preparado para lo que está pasando en Brasil ahora. Y no lo puedo soportar. No puedo soportar la indiferencia.
Se están produciendo dos sucesos simultáneos y conectados en Brasil, que lo diferencian de otros países del mundo en esta pandemia. Uno es la covid-19, que ha alcanzado proporciones catastróficas, convirtiendo Brasil en uno de los países más afectados del mundo. El otro es la acción deliberada de Jair Bolsonaro y de personas, militares y civiles, que ocupan cargos en su Gobierno para, por un lado, dejar que el coronavirus avance y mate y, por el otro, ampliar las condiciones para que mate más.
He escrito mucho sobre los actos del Gobierno, sobre la campaña oficial de desinformación, sobre las declaraciones públicas de Bolsonaro. No se puede analizar el impacto de la covid-19 en Brasil sin relacionarlo con la acción intencional del Gobierno federal de dejar morir: a la población en general y, en consecuencia, a los más pobres, es decir, a los negros, que representan tanto la mayoría de la población como la mayoría de los más pobres. Y sin relacionarlo con la acción deliberada de ampliar las condiciones para que la enfermedad mate más, como es el caso explícito de los pueblos indígenas, bien fundamentada en las demandas contra Jair Bolsonaro por genocidio y otros crímenes de lesa humanidad que han llegado a la Corte Penal Internacional. Lamentablemente, esta semana, la CPI ha archivado “temporalmente” las denuncias con relación a la pandemia hasta que surjan “nuevos hechos o pruebas”. No se han cerrado, pero habrá que averiguar qué más tiene que hacer Bolsonaro —o cuántos más tienen que morir— para que los jueces del tribunal internacional les den continuidad. Con relación a los indígenas y a la Amazonia, las denuncias siguen abiertas.
La covid-19 y la sospecha de crímenes de lesa humanidad cometidos por Bolsonaro y su Gobierno están estrechamente relacionadas en Brasil y no hay forma de disociarlas en ningún análisis sin borrar hechos documentados. Lo que no imaginaba es que, ante la evidencia de un genocidio, la mayoría de la sociedad se callara. Lo que no imaginaba era escuchar: “Estás banalizando la palabra genocidio”. ¿No estará usted banalizando la muerte?, respondo. La de los otros, claro. Siempre son los otros los que pueden ser sacrificados.
Un negro, una negra quizás le diría a la blanca que soy: ¿cómo crees que nos sentimos todos estos años mientras nuestros hijos morían a tiros y la gente solo “seguía con su vida”? Un indígena, una indígena quizás le recordaría a la blanca que soy: ¿cómo crees que nos sentimos en todos esos cinco siglos, mientras tu sociedad nos exterminaba o intentaba asimilarnos, o ambas cosas, hasta hoy?
Sí. Estas preguntas, que indican la normalización del genocidio por parte de la minoría dominante en la sociedad, responden. Efectivamente responden. Pero, aun así... Aun así, se ha cruzado un límite en el Brasil de la covid-19. Si la pandemia terminara hoy —y está lejos de terminar—, lo que tenemos ante nosotros es una población de más de 130.000 cadáveres de mujeres y hombres, la mayoría adultos, aunque también hay niños y bebés recién nacidos, una población más grande que la mayoría de las ciudades brasileñas enteramente compuesta de cadáveres. De vidas interrumpidas. Y todas estas vidas interrumpidas han dejado, según las proyecciones estadísticas, alrededor de un millón de personas de luto, el equivalente a toda la población de algunas capitales de Brasil y del mundo que han perdido a sus padres, madres, hermanos, hermanas, tíos, tías, hijos, amigos íntimos.
Y sabemos —es inaceptable que alguien pueda seguir mintiendo que no lo sabe— que algunas de estas personas podrían seguir vivas si Bolsonaro y su Gobierno hubieran: 1) luchado contra la covid-19 siguiendo las normas de la Organización Mundial de la Salud; 2) dado a los Estados recursos en el momento necesario, en lugar de retenerlos para alimentar las disputas políticas; 3) mantenido en el Ministerio de Sanidad a un ministro que conociera el tema y a un equipo preparado de sanitarios y epidemiólogos que ya estaban allí; 4) actuado de emergencia en lugar de negar la gravedad de la enfermedad; 5) orientado correctamente a la población en campañas responsables y bien fundamentadas; 6) hecho todo lo posible para evitar la llegada de la pandemia a las tierras indígenas, en lugar de vetar el agua potable, las camas de emergencia y las campañas de información, entre otras barbaridades; 7) actuado como jefe de Estado y dado el mejor ejemplo.
Brasil tiene hoy una nueva geografía humana. Y no es accidental. Tenemos este cráter de más de 130.000 personas menos, como luces que se apagan en un corto período de tiempo, dejando a quienes los amaban en la oscuridad de un luto que ni siquiera se reconoce. Un cráter que se sigue expandiendo a un ritmo de cientos de muertes al día. Eso ya es algo que va más allá de lo posible.
Pero todavía hay más. Mucho más.
En una de mis últimas columnas, preguntaba: ¿cómo puede impedir su propio genocidio un pueblo que se ha acostumbrado a morir? ¿Que ha naturalizado todas las formas de muerte hasta el punto de convertir la covid-19 en otra más? ¿Que ha normalizado que son los mismos de siempre los que más mueren y no pasa nada? ¿Que ha naturalizado al innominable que nos gobierna? Era una pregunta difícil, la pregunta de quienes viven en un país donde el futuro se le niega a la mayoría, consumida por la mera reproducción de fuerzas en un presente continuo.
Ahora, mi pregunta es más delicada. ¿Qué será de los que queden cuando termine la pandemia? ¿Qué será de los que viven este luto que nadie más en la historia de esta humanidad ha vivido?
En todos los países del mundo hay personas que se enfrentan, en los más diversos idiomas y culturas, no solo a la pérdida de sus seres queridos, sino a la despedida que no existió, al cuidado que se vetó por el riesgo de contaminación, a los ataúdes sellados y tumbas que no eligieron, o a la indignidad de las fosas comunes. Se enfrentan a los abrazos que no pudieron ocurrir. Esta tragedia —incluso con la evidencia de que hubo una serie de abusos y descuidos evitables en los procesos y sistemas sanitarios— es intrínseca a una pandemia que solo puede detenerse impidiendo la replicación del virus en otros cuerpos, que solo puede detenerse con aislamiento físico (no social) y protegiéndose físicamente (no socialmente) del otro.
La cuestión es que, en el caso de Brasil, hay más.
Los enlutados se enfrentan a un dolor añadido, que es el de la invisibilidad al negar la gravedad de la pandemia. Familias enteras están destrozadas mientras tantos se divierten en los bares, tocan la bocina en las calles, no respetan la distancia, se aglomeran. Si los que eligieron ignorar la pandemia conocieran el dolor de los afectados por la muerte, ¿cambiarían, les importaría, harían el gesto?
“Es atroz”, dice una mujer que ha perdido a su marido, viendo este espectáculo de calles atestadas. “Hace que parezca que la muerte de mi marido no haya existido. ¿Dónde está entonces, el que dejé en el hospital y no volví a ver? ¿Qué es real, entonces? ¿Las calles llenas donde la pandemia es una ‘gripecita’ o mis hijos y yo, perdidos en una casa donde él no está? ¿Cómo puede la gente estar en las calles divirtiéndose mientras una parte de la población está muriendo?”.
Llamé a Bruna Tabak para que me ayudara a entender lo que estamos viviendo. Psicóloga especializada en cuidados paliativos, ella y otras dos profesionales trabajan con grupos de familiares en la Red de Apoyo Covid-19 – acogida, escucha y recuerdos de la pandemia, formada totalmente por voluntarios. “La palabra que se repite en muchas declaraciones es ‘arrancar”, dice Bruna. “Los parientes sienten que les han arrancado a sus seres queridos. Al arrancar, se abre un gran agujero”.
¿Y cómo podemos cerrarlo en una sociedad que ha normalizado tanto la muerte como el dolor de los que pierden, haciendo que lo más real de una vida, que es la muerte, se cubra de un aura de irrealidad con la negación compartida de la crisis sanitaria más grave en un siglo? Bruna tuvo la generosidad de compartir algunas frases que surgieron en los grupos de duelo. Otras las encontré en Internet.
“Es lo peor que nos ha pasado. Me sentí devastada, sin rumbo, el suelo se hundió bajo mis pies. Y como estamos viviendo días anormales, todavía no me creo que fuera real”.
“Llevé a mi marido al hospital y me devolvieron tres papelitos”.
“No debería haber llevado a mi marido al hospital. No lo volví a ver”. En un hospital, la persona que amamos está fuera de nuestro alcance, ni siquiera una prisión de máxima seguridad sería tan efectiva. La llamada que prometen hacerte ese mismo día, con noticias, sucede tres días después.
“El virus no pasa a través del teléfono. ¿Por qué no nos llamaron?”
Y, en esos tres días, sucedió todo, y él estaba solo.
Otra quería que al menos le devolvieran la Biblia, su marido era pastor. Esa Biblia, no otra, sino la que lo acompañó durante toda su vida. Informaron a la familia que el libro estaba contaminado, que había sido “desechado”, la terrible palabra. ¿Él también había sido “desechado”?
Tenéis cinco minutos para despediros. Por la tableta. La persona que lo es todo se muere. ¿Qué dices en cinco minutos? ¿Cómo se vive con esa última imagen en una tableta? ¿Y qué le dices a la persona que te llama “privilegiado” porque al menos has podido tener una imagen, mientras ella se pasa las noches sin estar segura de lo que había en ese ataúd que no pudo abrir? ¿Quién te abraza frente al horror si ahora eres también un riesgo, un posible vector? ¿Quién define el contorno de tu cuerpo que se ha perdido?
“¿Acaso nadie ve que sangro aquí, justo aquí, de donde me lo arrancaron?”
“Qué hace para sobrevivir alguien que ha perdido un pariente de covid-19”. Llena el espacio de búsqueda de Google con esta llamada de auxilio. Y espera una respuesta.
“Soy un milagro”, se asombra. “¿Cómo sobrevivo con solo la mitad de mi corazón?”
“No haber podido despedirme me causa un dolor que llevaré el resto de mi vida.”
En el momento del entierro, “sin despedida, sin poder mirarlo por última vez, sin poder tocarle las manos y darle las gracias por todo”.
“La última vez que hablé con mi madre, me pidió por el móvil que fuera a buscarla, que la sacara del hospital. Nunca la volví a ver, ni siquiera por la pantalla”.
“No, no me digas que piense en positivo. No me digas que sea fuerte. Ser frágil es la prueba de que soy humana. Permíteme ser humana”.
Recibir la noticia de aquella manera, “me mató viva”.
Ni siquiera ha encontrado el camino a casa, no sabe adónde llevará a sus hijos, cuando la alcanza una buena ciudadana: “¿Está segura de que su marido tomó cloroquina? Porque si lo hubiera hecho, estaría vivo”.
Bruna Tabak habla de “un dolor que no descansa”. La voz de la paliativista, la voz de la que escucha, duele. No es cierto que el verbo doler se conjugue solo en tercera persona. Yo duelo, tú dueles, él/ella duele, nosotros/as dolemos, vosotros/as doléis, ellos/as duelen. Las personas duelen. ¿Qué son todos esos otros que fingen que no nos ven?
La tragedia de Brasil es que los muertos son tratados con la misma indiferencia que los vivos. Los que estudian el morir saben que la forma en que se trata la muerte refleja el valor que se le reserva a la vida. El virus nos lo ha revelado. De golpe, como un esparadrapo arrancado con un solo gesto.
Esa es la diferencia en Brasil. El luto por la muerte de los que amamos es una parte ineludible de la experiencia de vivir. Cada persona que pierde elabora ese luto de una manera singular, propia. Pero, en el Brasil de la covid-19, una doble perversión viola el derecho al luto. La más alta autoridad del país niega la gravedad de la enfermedad que ha matado a tu padre, madre, hermano o hermana, abuelo o abuela, hijo o hija. Para empeorar las cosas, esa autoridad no está sola. La aberración de negar la gravedad de una pandemia la comparten millones de personas, los millones que abarrotan los espacios públicos sin necesidad, transformando la realidad de la muerte en algo irreal. El delirio, cuando es colectivo, corrompe la realidad.
Se hace mucho más difícil hacer el luto cuando no se reconoce, y no se reconoce en frases de Jair Bolsonaro como “¿Y qué?”, o “Vamos a seguir con nuestras vidas”, o “¿Hay gente que se muere? Bueno. Lo lamento. Pero morirá mucha más si continúa destrozándose la economía” o “Lamentamos todos los muertos, pero es el destino de todos”. En el luto de la covid-19, los brasileños que han perdido a seres queridos no tienen el reconocimiento de la magnitud de su pérdida porque la muerte por esa enfermedad se ha normalizado. Su dolor se convierte entonces en una carta que no llega a su destino, una carta que el otro no abre. Este es el agujero que los monumentos tratan de llenar, sabiendo que solo pueden tejer una red a su alrededor.
Esta negación del dolor que silencia a los enlutados y los condena al ostracismo, incluso entre sus vecinos, es traumática. Pero lo que sucede hoy en Brasil es lo peor de lo peor. Hay indicios de sobra de que las muertes por covid-19 pueden estar relacionadas con crímenes de genocidio o exterminio, como ya se ha mencionado ampliamente en este texto. Estos indicios también los niega una parte importante de la población. E incluso algunos estudiosos del tema, que prefieren, por razones que la razón no desconoce, afirmar que es “solo incompetencia” de Bolsonaro.
Si hay fuertes indicios de que la persona que has perdido podría estar viva si no fuera por el proceso genocida que está en curso, ¿qué le pasa a tu luto? Si los responsables de investigar las acciones del presidente y los ministros y funcionarios de su Gobierno no investigan y el Poder Judicial no juzga, ¿qué le pasa a tu luto? Si el presidente de la Cámara de los Diputados, Rodrigo Maia, no ve en las sospechas que rodean la manera como el Gobierno ha gestionado la covid-19 ninguna razón para levantar el trasero del montón de peticiones de impeachment a Bolsonaro, ¿qué le pasa a tu luto? ¿Cómo lo haces para que tu cerebro “olvide” que tu madre o tu hijo pueden haber sido víctimas de un crimen de lesa humanidad y, si “borras” esta información, qué le pasará a tu cordura? Sin justicia, el luto se convierte en violencia. Los que han perdido a sus seres queridos en la pandemia solo podrán hacer el luto si se lucha por responsabilizar a los culpables.
Las instituciones brasileñas ya han mostrado que son incapaces —o no tienen ganas— de investigar y juzgar a Bolsonaro más de una vez, tanto en el Poder Judicial como en el Legislativo. La negación de la justicia, que es lo que vivimos hoy en Brasil, viola el luto de los familiares de los que han muerto de covid-19. Sin poder encontrar justicia en Brasil, las organizaciones de la sociedad civil han presentado peticiones a la Corte Penal Internacional, pero este proceso es lento y, como se ha visto en la reciente decisión de “archivarlas temporalmente”, tampoco es inmune a las presiones políticas. El dolor, sin embargo, exige urgencia.
No sé cómo afrontaremos el hecho de ser testigos de un genocidio y, con la excepción de algunos núcleos de resistencia, no hacer como sociedad el mínimo esfuerzo para impedirlo. Al dejar de hacerlo, se abandona a los vecinos, a los parientes. Pero también se abandona, individualmente, algo que constituye lo que es ser una persona humana. Y, colectivamente, cuando abdicamos de impedir los horrores que se hacen en nuestro nombre, abdicamos del colectivo. Y entonces ya no somos nada más que un montón de casi 212 millones de personas circunscritas por una convención político-geográfica. Brasil, que ya estaba destrozándose, tendrá que enfrentarse a algo que todavía no tiene nombre en el ámbito del horror. No se puede pasar por encima de algo de este tamaño sin perderse por completo.
Temo, sin embargo, el reacomodamiento que habrá si no se hace justicia y no se reconoce a los muertos ni el luto de los que han perdido. ¿Imitará la sociedad a los militares de la dictadura y falsificará el pasado para absolverse de los horrores hechos en su nombre? ¿Borrarán la historia, dejarán que los muertos desaparezcan en las fosas comunes, silenciarán a las viudas, esperarán a que los huérfanos se suiciden? ¿Es así como este país y su desmemoria finalmente desajustarán las cuentas?
Bolsonaro habrá ganado, porque habrá logrado que cada brasileño sea cómplice, como él. Y la mayoría ya no podrá hablar sin denunciarse a sí misma. ¿Dónde estabas? ¿Qué hiciste? La sociedad brasileña rechazará estas preguntas, cada individuo rechazará estas preguntas. E intentará destruir a cualquiera que insista en preguntar.
Hay muy poco de que enorgullecerse en la historia de Brasil, este país construido sobre cuerpos humanos y cosido con el interminable hilo de la violencia. Pero esto, lo que estamos dejando que suceda, es demasiado terrible incluso para nosotros.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.
Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.
Traducción de Meritxell Almarza.
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