Yo soy profesor, profesor profesor
Que los chicos vayan a clase es una prioridad nacional, me temo que hasta por encima de las necesidades de bares, hoteleros y agencias turísticas, aunque si uno escucha los informativos no lo parezca
No corren buenos tiempos para los profesores. En el tira y afloja por los comienzos del curso, su voz no ha sido la mejor escuchada. Pareciera que los protocolos de separación, ventilación, entrada y salida, desinfectación de material, estampado del felpudo y demás aspectos de intendencia se hayan comido la más importante de todas las lagunas, la de la enseñanza misma. El continente se ha impuesto sobre el contenido. Puede que la humillación que corona el pastel de desatinos haya llegado con las colas infames para el análisis que se produjeron en Madrid la semana pasada. Había que frotarse los ojos para comprender que se obligara a cientos de enseñantes a esperar horas bajo el sol, en grupos masivos, arracimados y sin tino, para someterse a una prueba privatizada en la que 2.000 detectados tendrán que pasar por otro análisis más serio. Al menos, el dinero se lo repartirán los amigotes, porque si no el desastre sería inexplicable. Los profesores merecerían al menos ser tranquilizados y bien tratados, pero, como sucede con los médicos de la asistencia primaria, se ignoran sus peticiones más que razonables.
Desde la suspensión de las clases presenciales a mitad de marzo pasado lo que más llama la atención es la ausencia absoluta de un debate de contenidos y metodología. Nadie puede negar que nos enfrentamos a algo inédito y demoledor para cualquier tarea que implica socialización. Que los chicos vayan a clase es una prioridad nacional, me temo que hasta por encima de las necesidades de bares, hoteleros y agencias turísticas, aunque si uno escucha los informativos no lo parezca. Conseguir que acudan en grupos reducidos, controlados, que los desplazamientos sean del menor riesgo no es tarea fácil. Pero queda un sabor a oportunidad perdida cuando sospechas que podríamos haber sentado a los enseñantes a elaborar un modelo educativo de emergencia. A partir de la secundaria hubiera sido inteligente manejar números de alumnos asequibles asociados a tutores que dirijan su tiempo de trabajo en casa y en la distancia con citas puntuales. Si necesariamente no todas las clases serán presenciales, sería más útil incorporar un modelo en el que el alumno trabaja solo, investiga, redacta, prepara exposiciones, bajo el tutor que dirige sus esfuerzos.
No se trata de cambiar nuestro programa académico, pero sí reformarlo. Este año no puede limitarse a ser un parche. Los profesores necesitan cierta autonomía para enseñar, para convertir su asignatura en algo más que un programa cerrado, sino una experiencia vital para sus alumnos. No es una utopía, pero hubiera requerido esfuerzo de distribución de horarios, reelaboración de programas, agilidad, inventiva y examinar los conocimientos de manera acorde a la situación extraordinaria que vivimos. Todo es un puñetero desastre expuesto a suspensiones temporales incómodas y constantes. Ya que este va a ser el peor curso de la historia de España, podríamos habernos roto el cerebro para ofrecer a los alumnos la mejor experiencia educativa de sus vidas. Habría bastado imaginación, medios, personal y que cada instituto propulse a sus profesores a una esfera distinta de la habitual. Pero al verlos en esa cola inexplicable he sentido, de pronto, una enorme piedad y admiración por los profesores españoles. La patria empieza por ellos.
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