Sin los deberes hechos
Se habla de más y con el lenguaje de antes, el caduco lenguaje que cerraba la puerta a acuerdos necesarios. Es ofensivo
Sí, yo también, como usted, he visto a viejos que avanzan a duras penas por la calle. Inclinados sobre el bastón, recortado su aliento por la mascarilla. He visto a ancianas arrimarse contra la pared para evitar los efluvios hormonados del grupo de adolescentes que pasan a su lado sin verlas. Sin duda, la pandemia ha añadido vejez a su avanzada edad. He visto familiones en los chiringuitos, diciéndole pa-ta-ta al camarero que les tomaba una foto para las redes, convencidos de que en el cobijo de la tribu el virus no circula. Y sin llegar a la célebre categoría de policía de balcón me he asomado a la una de la madrugada a la terraza, y he alucinado, sí, observando a un grupo numeroso de gilipollas asomarse a los ventanales: donde antes sus progenitores tocaban las cacerolas, ahora la muchachada coreaba una canción de Taburete. Pero también me ha enternecido la destreza con la que criaturas de tres años saben ya lavarse las manos, algo que los niños de mi infancia sorteábamos en cuanto podíamos. He ido por la calle como una cazadora de conversaciones vecinales y he sentido la angustia en los diálogos breves que tienen lugar en las tiendas de barrio. Una especie de fatalismo mezclado de fatiga por una pesadilla que no encuentra su despertar. Todo es fácil en apariencia, medidas de higiene, distancia, la mascarilla detrás de la cual se puede cantar, maldecir o hablar sola sin parecer una loca. Pero estamos algo locos. En la manera en que esto nos ha atascado la vida y en consecuencia nuestra salud mental. Aún no sabemos de qué forma nos afectará, pero lo iremos descubriendo: no basta con estar bien en casa, a poco que tengamos una mirada amplia advertimos el desastre económico y la frustración de tantos proyectos vitales. Solo hay que ver la caída de los índices de natalidad para dentro de 20 años. ¿Cómo tener hijos sin expectativas? ¿Qué mundo se les ofrece?
He contemplado, como usted, la actitud generosa y la mezquina. El barrunto de que habrá quien saque provecho del desastre y quien se verá sepultado por él. Y he pensado, lo he pensado muchas veces este verano, mientras delante de mis ojos se sucedían escenas, tanto de nula conciencia colectiva como de actitud responsable, que quienes lideran políticamente nuestro destino social no deberían cargar sobre nuestros hombros las cifras de contagios. Yo me lavo las manos. Yo me distancio. Yo me inhibo de abrazar y besar. Yo rumio tras mi mascarilla. Esos son mis deberes. Que hagan ellos los suyos. Han llegado los niños a la escuela sin un protocolo claro, se ha puesto en vilo a los padres, se ha humillado a profesores citándoles bajo el sol para hacerles, de pronto, la prueba. Se ha contratado a sanitarios solo hasta diciembre. No han llegado los profesores que se esperaban. Poco o nada se ha ayudado a la comunidad educativa y sanitaria. Se ha alertado insensatamente a unas comunidades contra otras. Madrid, capital del virus. Estupendo, ¿y qué hacemos con los trabajadores que han de ir de una comunidad a otra? Se habla de más y con el lenguaje de antes, el caduco lenguaje que cerraba la puerta a acuerdos necesarios, el coqueteo estúpido de dirigirse cada uno a su parroquia. Es ofensivo. Nos hemos pasado el verano disertando sobre una portavoz destituida, el vestido de una ministra o el paradero desconocido de un Borbón que se salta su pueblo a la torera. Parecían antiguas serpientes de verano, de cuando había que rellenar páginas con sucesos y ecos de sociedad. Pero pasaba. Pasaba que de pronto gran parte del país ha vuelto al pueblo. Como antes. A lo más sencillo, a lo más barato. O se ha quedado en casa. El virus rondaba los barrios humildes porque estaban llenos de personas sin veraneo. Como sin veraneo se tenían que haber quedado, cateados hasta septiembre, los que no tenían sus deberes (políticos) hechos.
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