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Columna
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Líbano, el agujero negro de los nombres

El censo de población constituye en ocasiones un arma política. Sucede en países con importantes minorías, y Líbano es el caso paradigmático. La deliberada ignorancia demográfica explica en parte la crisis actual

María Antonia Sánchez-Vallejo
Una mujer en un balcón de una casa dañada por la explosión en el puerto de Beirut.
Una mujer en un balcón de una casa dañada por la explosión en el puerto de Beirut.WAEL HAMZEH (EFE)

El índice onomástico de Pity the Nation (Qué lástima de nación), de Robert Fisk, obra de referencia sobre la guerra civil libanesa, parece una profecía: actores de entonces copan el poder, a veces amistados con antiguos rivales, 30 años después del fin de la contienda y de la publicación del libro. El presidente Aoun, el caudillo druso Jumblatt, el falangista cristiano Geagea, el chií prosirio Nabih Berri, presidente del Parlamento ¡desde 1992! Los mismos partidos, idénticas siglas e injerencias: Amal, Hezbolá, Irán, Damasco, los epígonos de las siniestras cohortes cristianas Kataeb, trileros todos del puzle nacional.

Son espectros del pasado sangriento en la cúspide de un agujero negro: la población de un país tan maravilloso como desdichado. Una población cuya identidad y composición se ignora porque desde 1932 no se ha actualizado el censo. Un nuevo padrón confirmaría los temores de la antigua mayoría cristiana, que desde hace mucho detenta más poder del que le corresponde por reparto de cuotas confesionales, y tras la que se adivina siempre el aliento de Francia. Un censo actualizado también podría consagrar a los chiíes como fuerza predominante en términos demográficos, pero ello otorgaría carta de naturaleza a Irán, y los vecinos –y las potencias extranjeras- no lo quieren.

Resulta aterrador el vacío existencial y material que origina la falta de un censo, un documento en teoría privado de sesgos ideológicos, no más que una herramienta administrativa, pero que en el caso de Líbano –y otros lugares con minorías, de Macedonia del Norte a la India- constituye un arma política. Si lo que no se puede contabilizar no existe, qué decir de la sufrida población libanesa, a expensas de un sistema esclerótico ante el que, por juventud de sus habitantes, vive extrañada sin salir del país.

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La demografía desempeña un papel fundamental no sólo en el diseño de políticas públicas –inexistentes en Líbano, como demostró la crisis de la basura-, sino también en la política misma: el caso libanés, el fomento de la natalidad entre los ultraortodoxos judíos, o entre los palestinos bajo la ocupación israelí. Una manera de vencer al enemigo por la fuerza de los números, con el correlato de partidos sectarios muchas veces determinantes en los gobiernos.

Los libaneses siguen siendo carne de cañón, eventuales peones o víctimas propiciatorias de un entramado de intereses que les ignora. Francia, Emiratos y Turquía pugnan por el suculento contrato de reconstrucción del puerto de Beirut mientras 100.000 menores sufren las consecuencias de la inepcia y la incuria de esas rémoras del pasado. Imposible no recordar al protagonista de la película Cafarnaúm, un niño indocumentado, condenado a una vida vagarosa en Beirut. Un símbolo de la marginada población de ese país hermoso y sirenesco que tanto recuerda a una botella de champán: chispeante y audaz, desbordándose periódicamente en sobresaltos.

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