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Columna
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El mandamás antioqueño

Los colombianos necesitan propuestas y liderazgos que alejen a la sociedad de la ética de la barbarie y los discursos legitimadores de la venganza

Juan Jesús Aznárez
El expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, en una imagen de archivo.
El expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, en una imagen de archivo.EFE

Ni la mortandad de la pandemia ni el arresto domiciliario de Álvaro Uribe son los problemas fundamentales de Colombia, acostumbrada a la muerte y a las privaciones de libertad desde que hace más de medio siglo liberales y conservadores dirimieran sus diferencias con asesinatos, secuestros y destrucción de propiedades. El coronavirus es de origen desconocido, pero la cultura de la violencia y el odio es heredad de las élites y mesías locales, responsabilidad de los colombianos, incapaces de imponer la civilidad como prioridad en escuelas, familias y programas para impedir su diaria profanación a punta de pistola y Twitter.

La politización de la muerte fue paralela a la politización de la Justicia, siempre bajo sospecha de parcialidad, en esta ocasión contra el expresidente y senador del partido gubernamental, cuya detención por orden de la Corte Suprema no responde a sus actos como mandatario sino como senador por supuesta manipulación de testigos vinculados con el paramilitarismo. La instrucción y juicios del caso durarán años. El acompañamiento mediático será tan intenso que pondrá a prueba la consistencia de las instituciones y el grado de cauterización de las llagas abiertas por el terrorismo político apandillado con el narcotráfico y la delincuencia común.

El expresidente fue detenido para evitar que obstruya las averiguaciones sobre fraude procesal y soborno, ordenadas por una Justicia periódicamente desprestigiada por la corrupción y avenencias con los grupos de poder, y cuya reforma, en 2012, acabó en fiasco. La guardia pretoriana de Uribe denuncia al tribunal como cómplice de persecución política. Los magistrados no son hermanitas de la caridad, y sus entornos políticos y sociales influyen, pero el reo tampoco es el buen samaritano. Como gobernador y mandamás de Antioquia en los noventa propugnó responder a tiros cualquier extorsión guerrillera; desde entonces afronta decenas de investigaciones de la Corte Suprema y la comisión de acusaciones del Congreso.

Los encargados de llevarlas a cabo rastrean matanzas, compra de votos, expulsiones y desafueros de las Autodefensas cuando competían con las guerrillas en el atropello de los derechos humanos. Aunque la muerte del padre de Uribe por las FARC influyó en su visceralidad antisubversiva, la desgracia familiar no anula sus responsabilidades ante la ley y ante los compatriotas que ni perdonan ni olvidan, pero necesitan propuestas y liderazgos que alejen a la sociedad de la ética de la barbarie y los discursos legitimadores de la venganza.

La oposición del influyente parlamentario a los acuerdos de paz de 2016, contrariamente al moderado juicio del presidente y delfín, Iván Duque, indica que el resentimiento del caudillo es más fuerte que su deseable contribución a la verdad, la justicia y la reconciliación. El proceso judicial puede servir para exorcizar la memoria nacional y debatir sobre el origen de los crímenes cometidos por el salvajismo, de corbata o verde olivo, a fin de que el pasado no malogre el futuro de Colombia.

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