Los fantasmas de los demás
No sabremos nunca qué ve la gente cuando nos mira, si a simples extraños o a esos seres a los que no podemos ver más, a los que no podemos dejar de buscar en todas partes
Hace unos días leí un texto de Thomas De Quincey que decía que la verdadera estación de los fantasmas no es el invierno sino el verano. Para el drogadicto más célebre de toda la historia de la literatura el mundo de los espectros se parece al de la memoria: todos los recuerdos y pensamientos de nuestra vida conviven de manera simultánea en un gran palimpsesto mental y nuestra tragedia, por tanto, no es el olvido como la incapacidad de olvidar. Para perder el miedo a la muerte a veces basta con entender que no se puede dejar de vivir. Y parece que el verano es la estación propicia para ese descubrimiento. Bajo el sol. A plena luz. Ahí es cuando surgen los fantasmas. De Quincey tuvo ese pensamiento hace dos siglos, en soledad y bajo los efectos del opio, y el hecho de que de pronto resulte tan cercano —y certero— en este Madrid de agosto de 2020, con sus mascarillas y su nostalgia del mundo perdido, hace pensar en hasta qué punto se parecen su mundo y el nuestro tras el confinamiento, y en lo cerca que estamos cuando creemos estar lejos. Somos ya el fantasma que seremos.
Veo ahora a la perfección —tal vez por el efecto del calor y el sol madrileño, como explica el autor que deben buscarse los espectros— el fantasma que seré para mi hijo cuando él sea un hombre de 40 años y yo haya dejado de existir, cuando tal vez ni siquiera recuerde que estuvo confinado en cuatro casas distintas durante este año, ninguna de ellas suya. Pienso por primera vez en lo inalcanzable que será para él esta mesa tan nítida de agosto, el tacto de esta ropa, el sabor de la comida de hoy y vuelvo a sentir eso que hemos sentido tantas veces durante este confinamiento: que a pesar de la sensación de hiperrealidad, las cosas se desmaterializan bajo las manos, como si ya no pudiéramos confiar en la solidez de nada, en la realidad de lo real. Me hace recordar también que cuando falleció mi padre —luego he sabido que es una experiencia común— me parecía verlo constantemente en la calle, en el metro, mucho más de lo que lo veía cuando estaba vivo. No eran hombres que se parecían a él, sino él. Una experiencia que, cuando acabó (porque también los fantasmas se desvanecen) fue transformándose en un ejercicio activo de especulación: empecé a buscar a los hombres a los que habría podido parecerse si hubiese seguido vivo, hombres con su mismo estilo y estatura y aspecto, pero con uno, dos, cinco años más de los que él tenía cuando murió. Tampoco es tan extraño. Al fin y al cabo, queremos que el fantasma siga creciendo con nosotros, nadie quiere ser mayor que su propio padre.
Pero De Quincey insiste: somos ya el fantasma que seremos. O por decirlo de otro modo, distinto y coincidente, robándole de paso un verso a uno de los mejores poetas del siglo, Dylan Thomas: “La pelota que lancé cuando era niño, no ha tocado el suelo todavía”. Solo un necio puede creer que las cosas terminan cuando terminan. Habría que añadir, quizá, que los espectros son solidarios. Que hay también una solidaridad de los fantasmas, una red de conexiones incalculables. Tal vez sin saberlo, ha habido circunstancias durante estos meses en que nos hemos convertido en los fantasmas de los demás: en los hijos o los maridos o los padres muertos, en las esposas que se han marchado, en las amigas a las que no se puede ver, en los parientes de los que no sabemos nada. Si hay una lección de los espectros, es que no sabemos quién mira a quién, y por tanto quién debe tener miedo, como tampoco sabremos nunca qué ven los demás cuando nos miran, si a simples extraños con los que se cruzan en la calle, conciudadanos corrientes con un destino semejante con los que comparten parques y plazas, o a esos fantasmas temidos y amados por igual, a los que no podemos ver más, a los que no podemos dejar de buscar en todas partes.
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