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Columna
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Junto a Juan Carlos tendría que salir de escena una forma de hacer política y negocio dañina para España

David Trueba
Juan Carlos I, ante el palacio de la Zarzuela el 9 de junio de 2014, sus últimos días como Rey.
Juan Carlos I, ante el palacio de la Zarzuela el 9 de junio de 2014, sus últimos días como Rey.Andres Kudacki (AP)

Semanas atrás costó entender la destrucción de estatuas que sucede en algunos países durante arrebatos de furia ciudadana. Los símbolos viven del aprecio de las sociedades, y ese aprecio es cambiante. Por eso celebramos sin ningún rubor que los iraquíes echaran abajo las estatuas de Sadam Husein y también que los europeos del Este, tras derribar el muro de Berlín, se quitaran de encima las de Stalin y Lenin. Con la misma comprensión con la que entendemos que si eres hijo o esposa de maltratador no estás obligado a tener su retrato colgado en la pared del salón por muy pariente tuyo que sea. Pero puestos a entender la destrucción de estatuas, nada mejor que fijarnos en el modo en que Juan Carlos I ha destruido la suya propia ante la atónita mirada de sus súbditos. Unido a los errores de comunicación al contar su salida de palacio, se confirma que la más eficaz forma de destrucción es la autodestrucción.

Pero si los españoles fueran ambiciosos en su análisis, en lugar de dejarse llevar por el ruido de oportunistas que pescan en río revuelto o el achique de agua de los pelotas, entenderían la caída en desgracia de su rey emérito como consecuencia no tanto de los errores del mal llamado régimen del 78, sino del periodo posterior, al que conocemos como la cultura del pelotazo, y que encontró en los años noventa del siglo pasado su explosión y aplauso. La rama oscura del juancarlismo llegó incluso a compartir gestor de cuentas con la trama Gürtel y el caso Pujol, ejemplos del enriquecimiento ilícito tras banderas agitadas. La dinámica consistía en embolsarse mordidas a cambio de contratos públicos y proteger el comisionismo malsano heredado de la dictadura. Para empeorar las cosas, la privatización de empresas públicas premió el amiguismo frente al talento en demasiadas ocasiones. En la charla grabada con Corinna Larsen, donde repugnan por igual el contenido y la forma de obtenerse, Villarejo acude de la mano del compañero de pupitre de Aznar, al que este entregó la presidencia de Telefónica, un buque insignia de nuestra economía.

Sería irónico que la corrupción política sobreviva con mejor fortuna a sus escándalos que el viejo rey. Junto a Juan Carlos tendría que salir de escena una forma de hacer política y negocio dañina para España. Si se zanjan de una vez por todas esas dinámicas y se dobla la resistencia de tantos a la transparencia y la legalidad, la Casa del Rey tiene el derecho, como los políticos actuales, de demostrar que sabe hacer las cosas de distinta manera. Conviene restaurar su pacto con los ciudadanos, basado en la confianza y la utilidad. Pero no olvidemos que otras instituciones básicas como el Senado, RTVE o el Consejo General del Poder Judicial permanecen sin reformas que fortalezcan su independencia. Descubrir que ciertas universidades privadas vendían a prebostes titulaciones académicas y que la Iglesia procedió a inmatriculaciones inmobiliarias de bienes colectivos nos asoma a la impunidad de algunos. Cesar en el error de trocear la sanidad pública para privatizarla por fases y luchar para que la educación privada y la concertada no eludan su compromiso con la inmigración y la población desfavorecida, se alzan, junto al acuerdo territorial, como las necesidades urgentes para un país que si sabe analizar su pasado construirá un mejor futuro.

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