Acercamiento de presos: ¿por qué no?
El alejamiento añade un mal a las penas además de restringir el derecho al respeto a la vida familiar
Algunos lectores pensarán que estoy haciendo trampa con el título, utilizando el sesgo del ancla. Que el punto de partida adecuado para abordar la cuestión del acercamiento de los presos de ETA a centros penitenciarios cercanos a su lugar de residencia es precisamente el del alejamiento. El título debería ser Alejamiento de presos: ¿por qué no? o Acercamiento de presos: ¿por qué sí?
De acuerdo. Asumo la carga de justificar este sí, y lo hago encantado, porque responde a las reglas constitucionales del juego de la pena.
La pena es la que es en cada caso, sin que pueda serlo más. Muy severa por cierto en los gravísimos casos a los que nos estamos refiriendo: hasta 40 años de prisión; hasta prisión permanente revisable desde el año 2015. El alejamiento de los presos de su lugar de arraigo supone añadir un mal a esas penas que, además de restringir el derecho al respeto a la vida familiar (artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos) según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por ejemplo, en la sentencia Rodzevillo contra Ucrania, de 14 de enero de 2016), debilita seriamente el principio de culpabilidad en lo que tiene de sanción a una familia que es evidentemente inocente del delito cometido por su hijo, nieto, progenitor o cónyuge, y que además no infrecuentemente es también víctima social de tal delito.
La pena, decía, no debe ser más que lo que demarcan los años de privación de libertad y de las privaciones que esta lleva irremediablemente aparejada. Más bien tratamos constitucionalmente de que sea menos. Por razones en parte pragmáticas —nos interesa que el expreso no vuelva a las andadas— y, sobre todo, por razones de justicia, de rebajar la inhumanidad propia del encierro, desconfiamos de la pena larga de prisión y exigimos que la misma se oriente “hacia la reeducación y reinserción social” (artículo 25.2 de la Constitución). Y ello comporta que la ubicación de los establecimientos penitenciarios procure “evitar el desarraigo social de los penados” (artículo 12 de la Ley Orgánica General Penitenciaria) y que la vida en prisión “deba tomar como referencia la vida en libertad, reduciendo al máximo los efectos nocivos del internamiento, favoreciendo los vínculos sociales” (artículo 3 del Reglamento Penitenciario).
En nuestro sistema, pues, los presos deben cumplir sus penas cerca de su lugar de residencia. Naturalmente que esta regla admite excepciones. Mientras existía ETA concurrían poderosas razones de seguridad que justificaban la dispersión de los presos y su alejamiento del País Vasco. De seguridad y, por cierto, de resocialización: de separación del preso de su grupo criminógeno. Dichas razones no concurren ahora y no veo que hayan sido sustituidas por otras. No desde luego por la de la preservación de la dignidad de las víctimas, por mucho que esta deba presidir nuestras decisiones públicas, pues no se alcanza a ver de qué modo afecta a tal dignidad la cercanía del encierro.
Está aún el argumento de la falta de colaboración del preso con la aclaración e instrucción pendiente de numerosos crímenes de su organización. Pero esta razón no convence para restringir el mandato constitucional de resocialización. Por un lado, porque solo debería ser aplicada al preso que sabe y no dice, y no a todos los que pertenecieron a ETA.
Por otro lado, porque nuestras reglas de justicia son otras: si se trata de un crimen en el que participó, el preso tiene derecho constitucional a no colaborar en su propia incriminación; en otro caso, si lo que hace es ayudar activamente “a los presuntos responsables a eludir la investigación”, estará cometiendo un delito de encubrimiento (artículo 451 del Código Penal) y merecerá la pena correspondiente, pero no la agravación de la que ya cumple en forma de alejamiento. De hecho, nuestras leyes penales y penitenciarias no conforman la falta de colaboración como una infracción sino, si quiere verse así, como un óbice a un premio: al paso al tercer grado penitenciario o a la libertad condicional.
Concluyo por donde quizá tenía que haber comenzado el artículo. Con la advertencia de que nada de lo dicho debe interpretarse ni como un lenitivo a los horribles crímenes cometidos por ETA ni como adhesión a la estrategia política de ningún partido. Más bien como la reivindicación de una directriz política común en cuanto contenida en nuestra Ley Fundamental. Y es que también para esta área comparativamente menor de decisiones penitenciarias conviene recordar lo que la historia reciente de la lucha antiterrorista nos enseña: que para combatir el crimen y el fanatismo no hay más atajo que la ley ni mejor estrategia que la aplicación de nuestros valores democráticos. Que contra el crimen no hay pena mejor ni más eficaz que la pena decente.
Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.
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