Un viejo y feliz billete de 50 euros
La paga era el primer dinero negro, los primeros trapicheos y la primera complicidad fuera de la ley en la que rige la 'omertá'
Hoy hace ocho años nacía mi hijo y moría mi abuelo. Lo hizo, mi abuelo, tras volver de trabajar la tierra: le dio un ictus y se quedó en el hospital a la espera de que terminase el parto con el escrupuloso respeto que mi familia siempre tuvo al equilibrio demográfico. Al morir él se extinguió en nuestra estirpe el último eslabón de la conocida tradición que obliga a los abuelos a darle dinero a escondidas a los nietos, una técnica depurada que en nada los distinguía de un mago o un camello.
Lo echo de menos. Al abuelo y su dinero, que era el mejor dinero del mundo; el primer dinero negro, los primeros trapicheos y la primera complicidad fuera de la ley en la que rige la omertá. Fue el mejor en esa técnica de abuelo y usaba los mejores trucos, no siempre relacionados con el cuerpo a cuerpo. Por ejemplo, si de niño me veía en el baño, entraba y decía en alto “esta balda parece que está floja” y debajo de un perfume colocaba, a las agachadas, 200 pesetas; llegó a alcanzar tal poder y tenía una confianza tan grande en sí mismo que a veces hacía esas acciones cuando estábamos los dos solos en casa. De cara a la galería. Por sacársela.
Llegó a su vejez físicamente como un toro y pletórico de cabeza, si bien en sus últimos meses empezaron unas remotas señales de decadencia en forma de descuidos o divagaciones que comparaba a la inquietud de los animales cuando aún nadie sabe el terremoto que se acerca. A nada le di importancia salvo a una cosa: mi abuelo había perdido tiento en su arte de darme dinero a escondidas. A veces tenía un rapto genial y conseguía dármelo sin que nadie se enterase en una comida familiar multitudinaria, si bien al rato decía en alto, guiñándome el ojo, “mira o bolsillo”. O me buscaba por casa y se chocaba contra mí pidiendo disculpas y empujaba su mano contra la mía, pero, falto de reflejos, la acción era un despropósito y mis padres y mi abuela tenían que fingir que no se enteraban. Que a tu alrededor finjan que no se enteran, al igual que decir “malo será”, son pequeñas misiones diplomáticas que la muerte envía de avanzadilla.
Con todo, la más recordada de las pagas discretas de mi abuelo se produjo en la puerta del hostal de su propiedad, donde un día, ya veinteañeros, mi amigo Anxo Iglesias Zaldíbar me esperaba para salir. Mi abuelo se acercó de espaldas, lo confundió conmigo y le trató de meter en la mano 50 euros, forcejeando ambos hasta que consiguió que el otro, atónito, se quedase con el dinero. Salió mi abuelo en dirección a las habitaciones, y a mi amigo, con los 50 euros en la mano, le explotó la cabeza al verlo. Tras arreglar el entuerto, se los arrancó con educación y me los dio a mí en ceremonia pública.
Uno tiene despertares amargos cuando sueña que las cosas están bien con personas con las que estaban mal, cuando sueña con un enorme éxito, cuando sueña con una sensación agradable y feliz que se evapora al levantarse; no hay tristeza, sin embargo, comparable a soñar con muertos. Que te los presten para pasar el tiempo con ellos, los viejos y los jóvenes, sin siquiera el resquicio que aún dejan las ficciones a las mentiras: despertarte con el billete arrugado en la mano y pensar cuántos miles de euros pagarías por aquellos viejos y felices 50.
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