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Columna
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Caras, máscaras y mascarillas

La mascarilla nos obliga a perfeccionar la amabilidad sin boca, la elegancia sin nariz y la galanura sin barbilla, pero aún nos queda un resquicio para demostrar la humanidad

David Trueba
Personas con mascarillas en el centro de Madrid.
Personas con mascarillas en el centro de Madrid.Andrea Comas

La presidenta de la Comunidad de Madrid es licenciada en Periodismo. Quizá no es una carrera que forme grandes gestores de recursos públicos, pero sí dota de ciertas estrategias de comunicación. Sus desafíos son siempre mediáticos. Pretende llevar un ritmo propio por hacerse valer, en lugar de aprender del error de creerte diferente en esta crisis. Hace unos días, tras reiterados esfuerzos por distinguirse del resto de comunidades, Madrid terminaba por imponer como obligatorio el uso de mascarillas en las calles. Culminaba así un nuevo capítulo de la inane batalla por significarse. Me temo que algunas de nuestras autoridades van a pelear por sacudirse la responsabilidad en lugar de perseguir la solidez sanitaria. Ahora ya sabemos que la crisis va a tener una duración larga, pero ¿y nuestra paciencia?

La mascarilla obligatoria crea un nuevo mundo. Ya hay todo un código de signos. Los chavales chulos que antes se dejaban caer el pantalón por debajo de la cintura, se dejan ahora caer la mascarilla por debajo de la barbilla para gritar aquí estoy yo. Otros sostienen una disputa simbólica donde el color de fondo y la bandera nacional adquieren un sentido según cada usuario. A algunas personas la mascarilla les sienta tan bien como a la reina de Saba, pero a otros les da un aspecto similar al de Hannibal Lecter. Esto nos lleva a pensar que las personalidades, sin duda, van a resistir a las mascarillas. Lo mejor de todo ha sido reconciliarse con la sabiduría arábiga, que lleva años insistiendo en que es más seductor taparse que descubrirse. Mostrar tan solo los ojos permite un juego idealizante por el cual cuando llega el momento de quitarse la mascarilla equivale al despojarse de ropa interior de hace unos meses. Entre las anécdotas chuscas, destaca la de un amigo que entró en los lavabos de una gasolinera y se puso la mascarilla en la muñeca, como es hábito de tantos, con tan mala suerte que se orinó en ella y tuvo que calzársela en la cara para atravesar la tienda, llegar a la caja y comprarse una nueva que le sacara del embrollo.

Nadie sabe muy bien si las mascarillas dejarán en las bocas de los veraneantes al volver de la playa ese círculo amargo que le dejan a Trump las gafas protectoras tras la sesión de rayos uva, una especie de reveladora palidez, pues hay más verdad en esos milímetros de piel original que en todo el disfraz de la persona. Podría pasar que al final la mascarilla sea nuestra sinceridad, ahora que todo era retoque y cosmética. La mascarilla es el icono de 2020 y a ella se aferra nuestra esperanza de sobrevivir hasta llegar a ver que algún día todo vuelve a ser como antes. En el entretiempo tendremos que acertar a identificar los nuevos signos. Lo más urgente es aprender a sonreír con la mirada, pues la sociedad necesita de la argamasa de la simpatía. No podemos aguantar ni un día más con esas huidizas ojeadas torvas que nos lanzamos por la calle, como si el otro fuera siempre más contagioso que tú. Tampoco se aguanta no saludar en los comercios ni en las filas de espera como si la mascarilla obligara a mantener la boca cerrada. En nuestros días de desconfianza y ombliguismo, la peor enfermedad en la que podemos caer es la del desafecto entre desconocidos. La mascarilla nos obliga a perfeccionar la amabilidad sin boca, la elegancia sin nariz y la galanura sin barbilla, pero aún nos queda un resquicio para demostrar la humanidad.

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