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Tribuna
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¿Fascismo en Estados Unidos?

No son las acciones de Trump el mayor motivo de alarma; es que se llevan a cabo con un partido que desde hace tiempo es implacable para controlar un país en el que tiene un apoyo minoritario

Jason Stanley
Tribuna Stanley
Raquel Marín

Durante toda la presidencia de Donald Trump ha habido preocupación por sus tendencias antidemocráticas. Pero este verano, en plena crisis de EE UU, se está hablando cada vez más abiertamente de una variante especialmente peligrosa de autoritarismo ya conocida por la historia de Europa en el siglo XX. Después de estos años de violento sentimiento antiinmigración, en los que ha habido cambios en las leyes para prohibir a los residentes de numerosos países musulmanes la entrada en EE UU, diatribas contra la prensa libre y, en las últimas semanas, el envío de fuerzas federales a diversas ciudades para contrarrestar unas manifestaciones mayoritariamente pacíficas en favor de la justicia racial, cada vez son más los políticos y periodistas que emplean el término “fascismo” para calificar la amenaza que representa el Gobierno de Trump.

La palabra “fascismo” implica muchas cosas, y su uso en relación con Trump es polémico. Por eso merece la pena que los que pensamos que el uso de un término tan dramático sí es adecuado nos detengamos a presentar nuestros argumentos. EE UU no es, por ahora, un régimen fascista. Aunque los manifestantes se encuentren con violentas represalias de las fuerzas federales, podemos criticar al partido gobernante y su líder sin temor a sufrir repercusiones. Los tribunales están ocupados por jueces muy partidistas, designados por Trump, pero actúan con relativa independencia. En el Congreso, la mayoría corresponde al partido de la oposición. Si hablamos de regímenes, el Gobierno de Trump no preside un régimen fascista.

Sería ingenuo pensar solo en regímenes que ya son fascistas. Estaríamos indefensos ante los movimientos sociales y políticos decididos a transformar las democracias liberales y empujarlas más hacia el fascismo. Si somos verdaderamente antifascistas, tienen que inquietarnos todos los movimientos fascistas. Y esos movimientos pueden nacer y nacen en democracias. EE UU sigue siendo una democracia liberal, pero es legítimo preocuparse.

Aunque creamos que es poco probable que EE UU se convierta en un régimen fascista, también es legítimo preocuparse por las tácticas políticas fascistas. La base de una democracia sana la forman las normas democráticas liberales: el mismo respeto a todos los ciudadanos y la tolerancia de costumbres y creencias diferentes. Para la política fascista, la diferencia es una amenaza mortal. La libertad, el alma de la democracia, es enemiga del fascismo. Lo que preocupa es la posible transformación del régimen de EE UU en el futuro. ¿Qué motivos hay para tener esos temores sobre la democracia más antigua del mundo?

Un rasgo característico de los movimientos y partidos fascistas es el racismo descarado. Y la política del presidente siempre ha tenido algo que ver con el racismo. Desde 2015 no ha dejado de demonizar a los inmigrantes, y está teniendo unas reacciones muy duras ante las protestas políticas de los negros. Y ahora ha decidido deliberadamente basar su campaña electoral en la oposición al movimiento en favor de la justicia racial Black Lives Matter y, lo más inquietante de todo, ha calificado a sus impulsores de terroristas. Sin embargo, Trump no es el primer presidente que utiliza el racismo en una campaña política. Relacionar a los estadounidenses negros con la criminalidad es una táctica tan frecuente en las elecciones presidenciales que no recurrir a la demagogia racial es la excepción. El candidato demócrata actual, Joe Biden, tiene un historial muy conocido de demagogia racial apenas disimulada. Que un político lleve a cabo una campaña racista no es motivo suficiente para pensar que va a haber una infracción escandalosa de las normas políticas tradicionales. Para comprender por qué ahora hay más preocupación debemos ahondar más.

Otra característica de los líderes fascistas es cómo alteran la realidad para hacer que su propaganda tenga visos de verdad. Cuando Trump decidió enviar las fuerzas federales a Portland, las manifestaciones allí y en otras ciudades habían empezado ya a decaer; enviar las tropas a esa ciudad y amenazar con enviarlas a otras fue una provocación para provocar justo el caos que se suponía que debían impedir.

El tuit reciente de Trump criticando el voto por correo y planteando la posibilidad de aplazar las elecciones es un ejemplo de varias tácticas fascistas clásicas mezcladas en una. Los líderes fascistas acusan a los procesos democráticos de ser corruptos y fraudulentos. Pero, tal como ocurre en los fascismos, lo que sembraría dudas sobre la validez de las elecciones sería precisamente seguir las recomendaciones que hace Trump, como impedir el voto por correo y aplazar los comicios. Asimismo, los líderes fascistas siempre denuncian a otros por hacer lo que están haciendo ellos. En este caso, Trump y los republicanos son quienes han puesto en peligro la validez de las elecciones, por ejemplo, con sus tácticas para impedir que voten determinados grupos. Sin embargo, el tuit acusa a los demócratas, que están intentando garantizar la limpieza de los comicios pese a todas esas artimañas. Pero por repugnante que sea la forma de actuar de Trump, lo más alarmante no es que tome esas medidas, sino el contexto histórico en el que las toma. Otra característica de los regímenes autoritarios es el partido único. El Partido Republicano lleva mucho tiempo tachando a sus rivales de ilegítimos y siempre califica a la oposición centrista de comunistas ocultos. Los republicanos han conseguido ganar numerosas elecciones presidenciales y en el Senado a pesar de que los votantes que los apoyan son minoría. Existen motivos para pensar que el Partido Republicano es un partido minoritario que pretende apalancarse como partido único.

El segundo motivo de inquietud es que EE UU acaba de dejar atrás una “guerra contra el terrorismo” en la que se empleaba la tortura contra los sospechosos. Dentro de esa guerra se creó una administración nueva a la que se concedieron poderes extraordinarios para rastrear y detener a los residentes sin documentación. Esas son las fuerzas paramilitares, entrenadas para tratar con brutalidad a personas que no son estadounidenses, a las que hoy se ha enviado a varias ciudades estadounidenses para enfrentarse a los manifestantes. Es frecuente que los regímenes fascistas surjan después de guerras coloniales, y que las fuerzas que han luchado en ellas se orienten ahora hacia dentro. Es fácil ver los paralelismos en el momento actual.

En definitiva, no son las acciones concretas del Gobierno de Trump, por inquietantes que puedan ser, el mayor motivo de alarma. Es que esas acciones se están llevando a cabo en el contexto de un partido político gobernante que lleva mucho tiempo mostrándose implacable para controlar un país en el que tiene un apoyo minoritario. Y en un país que no ha desmantelado el aparato de seguridad que construyó en una aventura imperialista fallida en Oriente Próximo. Desde hace varios años, a sus agentes les han dicho que todos los residentes indocumentados son terroristas. Y ahora, el presidente les ha ordenado que traten a unos estadounidenses que se manifiestan pacíficamente como terroristas. Son unos días aterradores, no solo por los demonios actuales, sino porque el país lleva demasiado tiempo permitiendo que sobrevivan sus demonios del pasado sin tocarlos.

Jason Stanley es profesor de Filosofía en la Universidad de Yale y autor de Facha. Cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida (Blackie Books).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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