Contrapunto entre mezquindad y grandeza
Si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando
En el año 2003, cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los Premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.
Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos.
Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.
En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Oscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.
La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.
La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.
El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood.
Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino “por principios”, aunque al mismo tiempo se condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo “remordimientos por el costo humano” provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba “haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista”, y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.
Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena?
Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.
Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ese Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.
George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, “el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres”, admirador del Führer. “Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos”, dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.
En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.
A fin de cuentas, si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando.
Sergio Ramírez es escritor y Premio Cervantes 2017.
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