Sin motivos de sorpresa
La UE se ha desarrollado más allá del objetivo inicial de la comunidad económica para en su lugar devenir una unión política, todo ello sin las estructuras de decisión que debieran haberla acompañado
De atender a los comentarios, en particular los extranjeros, aparecidos al hilo de la sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán del pasado 5 de mayo sobre los programas de adquisición de deuda pública del Banco Central Europeo, algo casi inimaginable habría ocurrido: Un tribunal constitucional, el alemán, desobedece al Tribunal de Justicia de la UE, colocando así “una bomba bajo el ordenamiento jurídico de la Unión” (Financial Times). Ocurre sin embargo que el peligro de un conflicto entre ambos tribunales viene de muy antiguo. Es lícito situar su origen último en la proclamación hecha por el Tribunal de Justicia, de forma implícita en 1963 y de forma ya explícita en 1964, de la primacía del derecho comunitario respecto del derecho constitucional de los Estados miembros. No era esta desde luego una declaración que se impusiera por sí misma visto el silencio que al respecto ofrecen los tratados constitutivos. Los Estados que en su día comparecieron en aquellos procesos negaron haber establecido tal principio a la hora de constituir las comunidades europeas. El propio abogado general tampoco supo encontrar base para esta primacía del derecho comunitario. El Tribunal de Justicia la consideró no obstante una consecuencia necesaria de la finalidad de la comunidad económica: Imposible establecer un mercado común en una situación en la que cada Estado miembro aplicase e interpretase el derecho europeo a su gusto y criterio.
Dicho así, hay que admitir que el argumento tiene su peso. El propio tribunal alemán había reconocido, en términos de principio, la primacía del derecho comunitario, el primero por cierto en hacerlo en tanto que tribunal superior nacional. Ahora bien, y a diferencia del Tribunal de Justicia, siempre hizo acompañar tal reconocimiento de la precisión de que el derecho comunitario no goza de esa cualidad por y a partir de sí mismo sino en virtud de una decisión del legislador alemán adoptada por medio de la ley nacional por la que en su día se produjo la aprobación de los tratados constitutivos con efectos para la República Federal.
Esto puede parecer una discusión teórica, pero tiene efectos prácticos inmediatos. La primacía del derecho comunitario alcanza sólo hasta donde Alemania ha transferido efectivamente competencias a la UE. Los actos de la Unión sin base competencial carecen de fuerza obligatoria. Y la cuestión de si este Estado miembro ha transferido eficazmente una competencia es algo que se responde con base en el derecho constitucional alemán, siendo únicamente su Tribunal Constitucional el competente para hacerlo.
Que todo acto jurídico de la Unión ha de apoyarse en una competencia que le ha sido transferida a fin de ser jurídicamente eficaz es algo que desde luego no podría discutir ni discute el Tribunal de Justicia. Ahora bien, tomando pié en la tesis de que el derecho europeo ha venido a emanciparse de la voluntad de los Estados miembros, rigiendo autónomamente respecto de ellos, el Tribunal de Justicia se autoproclama único competente para decidir si la UE posee una determinada competencia y por tanto si un determinado acto de la Unión se encuentra competencialmente cubierto. Frente a esto, el Tribunal Constitucional Federal entiende que esta facultad de control se encuentra compartida. En concreto, el Tribunal de Justicia controlaría la adecuación de los actos de la Unión a los Tratados con efectos sobre el conjunto de la Unión en tanto el Tribunal Constitucional controlaría con efectos para la República Federal si se ha producido una correcta transferencia de competencia hacia la Unión: Si éste concluye que un acto europeo carece de base competencial, éste no sería de aplicación en la República Federal.
El tribunal alemán no está sólo en esta tesis. La mayoría de los tribunales constitucionales de los Estados miembros se han sumado a ella. Algunos incluso, y antes aun que aquél, han declarado inaplicable en su respectivo Estado el derecho de la Unión en un concreto supuesto. La sentencia de Karlsruhe sobre el programa de adquisición de deuda pública del BCE no es pues una primicia. Ha resultado mucho más llamativa por el hecho, de una parte, de tratarse del tribunal nacional de reconocida mayor influencia a nivel de la Unión y, de otra, por versar sobre un asunto potencialmente cargado de graves consecuencias económicas, sin olvidar que la sentencia coincide con una emergencia de dimensiones no exentas de dramatismo que está postulando una respuesta sin precedente en términos financieros, todo lo anterior con independencia de que la sentencia no guarde relación con eventuales medidas de respuesta a la covid-19.
Con vistas a una correcta valoración del caso resulta imprecindible elevar la mirada por encima del conflicto tal como éste en concreto se ha desencadenado. ¿Por qué insiste tanto el Tribunal Constitucional en su competencia de control? La respuesta más frecuente, la de que sólo pretende preservar su posición de poder, es precipitada y minimiza el problema. Lo que para él está en juego es la propia naturaleza de la Unión Europea como unión de Estados que no han dejado de ser soberanos, una Unión que encuentra su fundamento en aquéllos y cuya identidad, la de los Estados miembros, esta Unión debe respetar en los términos en los que sobre todo se expresa en las respectivas Constituciones nacionales. Esta cualidad de la Unión como Unión de Estados viene garantizada por el principio de atribución expresa de competencias. En su virtud, la Unión posee únicamente aquellas competencias que los Estados le han transferido. O dicho más sencillamente: La Unión no puede tomar de los Estados competencias que a ella simplemente le gustaría tener. Si las competencias transferidas son susceptibles de interpretación respecto a su concreto alcance, esta facultad no llega a su creación ex novo por dicha vía interpretativa.
En todo esto el Tribunal Constitucional alemán cuenta con el pleno respaldo de los Tratados. Es lo que estipulan, sin que el Tribunal de Justicia lo discuta. Su jurisprudencia es inequívoca respecto de que ése ha de ser el punto de partida. Y sin embargo el Tribunal alemán tiene sus dudas. En concreto advierte que se vienen repitiendo transgresiones del orden competencial no sólo por parte del Consejo, de la Comisión o del Parlamento Europeo, sino también por parte del defensor de los Tratados, el Tribunal de Justicia. Esto es así, sin necesidad de imputar intencionalidad en estas conductas. La cuestión es que el propio Tribunal de Justicia viene alimentando estas dudas. Interpretando de forma enormemente extensiva los Tratados, el Tribunal de Justicia ha debilitado considerablemente el principio de atribución expresa sobre el que descansa todo el edificio europeo, abriendo sensibles brechas en el edificio de los ordenamientos jurídicos de los Estados miembros, todo ello frecuentemente con la vista puesta en las cuatro libertades económicas y la consiguiente orientación liberal en términos de sistema económico.
Este es el sentido de la declaración del Tribunal Constitucional alemán en la conocida como sentencia Lisboa, del año 2009, en cuyos términos los órganos de la UE, incluidos los judiciales, evidenciarían “un propósito de auto-fortalecimiento político”. Y, puesto que con cada apropiación competencial por parte de la UE se reduce en igual medida el peso de la Constitución nacional, sería vital para los Estados impedir que aquélla “se haga con el control de la competencia sobre la atribución de competencias (Kompetenz-Kompetenz)”, o el que se atente contra la “identidad constitucional” de éstos. Y, dado que el propio Tribunal de Justicia europeo habría sido parte activa en este subrepticio vaciado de competencias, los tribunales constitucionales nacionales quedarían como único contrapeso posible a esta dinámica. En suma, el Tribunal Constitucional Federal debería estar en condiciones de hacer efectivo el orden competencial contenido en los Tratados, así como de garantizar la identidad de la Constitución nacional. “De otro modo”, siempre según la sentencia Lisboa, “no podrían preservarse las estructuras políticas y constitucionales de Estados miembros soberanos (reconocidas en el art. 4.2 TUE) en un contexto de creciente integración europea”.
La preocupación de Karlsruhe, en estos términos expuesta, no puede a su vez ser entendida en todo su alcance si no es situándola bajo el prisma del problema de la democracia en Europa. La UE recibe su legitimación democrática esencialmente por la vía de unos Estados miembros ellos mismos organizados democráticamente, quienes al mismo tiempo, y gracias a su protagonismo en el Consejo Europeo y en el Consejo de Ministros, asumen la posición central en la estructura institucional de la Unión. Por contraste, la legitimación democrática propia que la UE deriva de las elecciones al Parlamento Europeo es relativamente débil. Por varias razones: Primero porque las competencias del Parlamento Europeo no alcanzan el nivel de las que detentan los parlamentos nacionales, pero sobre todo porque la participación de los ciudadanos de la Unión en las elecciones europeas es, de un lado, baja y, de otro, sin capacidad para traducirse en una efectiva influencia en la política europea. Esto último tiene que ver con la circunstancia de que quienes pueden presentarse a las elecciones europeas son los partidos nacionales, los cuales se encuentran sucesivamente desprovistos de un papel autónomo en el Parlamento Europeo. Su lugar lo ocupan los grupos parlamentarios que se forman en este último, grupos que no han concurrido como tales a las elecciones, que no revelan arraigo a nivel social, y que sólo tras las referidas elecciones se definen en términos programáticos.
El déficit democrático resulta agravado por una circunstancia frecuentemente pasada por alto y que encuentra su origen en la influencia adquirida por el Tribunal de Justicia por virtud de la primacía del derecho de la Unión. La UE se ha desarrollado más allá del objetivo inicial de la comunidad económica para en su lugar devenir una unión política, todo ello sin las estructuras de decisión que debieran haberla acompañado. El grado de integración alcanzado es sólo en parte producto de decisiones de los órganos democráticamente legitimados de los Estados miembros y de la propia UE, debiéndose en buena medida a la jurisprudencia del Tribunal de Justicia. Es así como decisiones de la máxima transcendencia política se han adoptado en la UE de manera no política, sin la participación de órganos democráticamente legitimados y políticamente responsables como tampoco de la opinión pública.
En virtud de su primacía los Tratados gozan de la eficacia de una Constitución. En términos de principio esto implica que lo que se regula a nivel constitucional resulta sustraído al proceso democrático. Pasa a ser el fundamento de decisiones políticas, sin que ese fundamento sea objeto de decisiones políticas. Esta función de puesta a disposición de los referidos fundamentos orientados a posibilitar la decisión política pero sobre los que no puede ya decidirse es el sentido de las constituciones. Para eso están ahí. Pero en razón de ese preciso efecto éstas se limitan a unos pocos principios básicos del orden político-social así como a la identificación de los órganos de la comunidad política junto con la de sus competencias y procedimientos. En una palabra, las constituciones regulan la producción de decisiones políticas, confiando estas últimas al proceso democrático. En la UE esto no es sin embargo así, toda vez que los Tratados constitutivos, a diferencia de lo que es el caso de las constituciones nacionales, abundan en múltiples disposiciones que en cualquier Estado serían derecho legislativo ordinario y, por tanto, siempre susceptible de modificación por el cauce democrático.
Quiere esto decir que todas esas disposiciones relativas a las políticas de la Unión contenidas en los Tratados sin atención a su grado de detalle participan de la primacía que corresponde a los mismos, vale decir, poseen eficacia similar a la constitucional. Se encuentran sustraídas al proceso democrático, al resguardo de los procesos electorales, resultando así un espacio normativo en el que el Tribunal de la Unión puede intervenir con discreción. Por su parte, los órganos dotados de legitimación democrática y políticamente responsables quedan fuera de todo este ámbito decisional, sin capacidad de operar tampoco por vía de reforma. La constitucionalización de los Tratados, que no fueron concebidos como Constitución, conduce consecuentemente a la despolitización de la Unión. Los órganos que resultan directa o indirectamente de elecciones, sometidos por tanto al veredicto de la opinión pública, no tienen voz en los ámbitos regulados por el derecho de la Unión a nivel de los Tratados. El Tribunal de Justicia, que sin embargo sí la tiene, se sitúa a cubierto de los resultados electorales y de la opinión pública. La integración política ha podido de este modo progresar de forma silente hasta alcanzar una cualidad detrás de la cual no cabe identificar una voluntad democrática articulada. Aquí reside el auténtico problema de la democracia en la UE, al que no es ajena la jurisprudencia del Tribunal de Justicia.
Sabido es que el potencial de legitimación democrática de los Estados es notablemente más alto que el de la UE, por no hablar del de las instancias supranacionales a nivel global. Las carencias de legitimación de la UE no pueden por otra parte ser corregidas, en contra de lo que muchos piensan, mediante reformas institucionales, como sería la transformación de la Unión en un sistema parlamentario de matriz estatal. La UE continuará pues en el largo plazo dependiente del aporte democrático procedente de los Estados miembros. Lo que la Unión no puede hacer es utilizar dichos aportes de legitimación democrática como modo de ampliar sus propias competencias. Por el contrario, y en el propio interés de la Unión, ésta debería apoyarse en una fuerte democracia estatal en lugar de someterla a un proceso de erosión continuada. El principio de subsidiariedad introducido en 1992 en los Tratados con la intención de impedir este desgaste ha resultado por lo demás enteramente inoperante.
La discusión en torno a la reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán es en buena medida ajena a todo este contexto. Por eso es una discusión que deja claramente insatisfecho. La competencia de control reivindicada por el Tribunal Constitucional, estrictamente limitada en su alcance, está sólidamente argumentada, como también lo está su justificación, es decir, la presencia de un desarrollo fuertemente judicializado de la integración con efectos de desgaste democrático. Desde luego puede cuestionarse si el Tribunal Constitucional Federal tenía que estrenar esta competencia de control, por otra parte formulada de forma tan reiterada, precisamente con ocasión de este asunto y en este momento. Es incluso posible que hubiera podido hacer valer más convincentemente sus argumentos en alguna ocasión anterior, como lo fue el litigio “OMT”, trabado a raíz del anuncio por el Presidente del BCE Mario Draghi en el sentido de que su institución haría whatever it takes para salvar el euro.
La Sala Segunda del Tribunal Constitucional se había pronunciado en este asunto por medio de la sentencia de 21 de junio de 2016. También aquello tenía venía con una historia previa. El caso OMT fue el primero en el que el tribunal nacional se dirigía al Tribunal de la Unión por la vía de la cuestión prejudicial, en concreto preguntando sobre el fundamento competencial de un acto jurídico de la Unión y por tanto sobre su compatibilidad con los Tratados. Hacía tiempo que el Tribunal de Justicia ansiaba recibir una cuestión prejudicial del Tribunal Constitucional alemán. Ahora la tenía por fin ahí y así, el tantas veces invocado “diálogo de los tribunales” podía finalmente tener lugar. Pero la disposición al diálogo por parte del Tribunal de la Unión fue bien escasa. De la lectura de su respuesta a la pregunta de Karlsruhe no se desprende un verdadero esfuerzo por despejar las inquietudes del tribunal nacional. Con relativa parquedad, el Tribunal de Justicia descartó como infundados los argumentos de Karlsruhe.
No debe extrañar que el Tribunal Constitucional no se sintiera tranquilizado por la respuesta de Luxemburgo en esa anterior ocasión. Aun así, terminó dándola por buena a la vista de que de la resolución del Tribunal de Justicia podía cuando menos desprenderse que el BCE no se mueve en un vacío normativo, que su libertad de actuación se encuentra jurídicamente acotada. En el procedimiento ahora seguido sobre el programa de adquisición de deuda pública el tribunal nacional ha dirigido de nuevo al Tribunal europeo una cuestión prejudicial extensamente motivada, y una vez más no se puede decir que éste se haya enfrentado a ella en términos dialogantes. Así fue cómo el Tribunal Constitucional ha terminado llegando a la conclusión de que el Tribunal de Justicia renuncia a un efectivo control del BCE, permitiéndole interpretar libremente la amplitud y extensión de su mandato.
Con todo y con ello la protesta de Karlsruhe es contenida en sus términos y deja abiertas vías de solución. El tribunal nacional no ha lanzado al BCE la sonora imputación de haber desconocido los límites entre la política monetaria (competencia suya) y la económica (que básicamente no lo es). Una transgresión patente de estos límites no era constatable de manera categórica. El BCE habría sin embargo ejercido su competencia, tal como lo entiende el tribunal nacional, sin verificar la proporcionalidad de su programa de adquisición, como en cambio le imponía el art. 5 TUE. De ahí que se haya dado al BCE la oportunidad de retomar esa tarea de verificación, ya sea justificando, ya sea corrigiendo dicha medida. Con ello no se pondría en cuestión la independencia del BCE. La sentencia no es en este sentido una orden, como con frecuencia se supone. El BCE no está sometido a la Ley Fundamental alemana.
Por el contrario, de cara al Tribunal de la Unión la sentencia de Karlsruhe no muestra tanta moderación. Éste no se libra del reproche de haber actuado ultra vires. En exceso de sus propias competencias, el Tribunal de Justicia habría reducido hasta tal punto los límites establecidos para la misión del BCE que éste gozaría de plena discreción a la hora de introducirse en el ámbito de la política económica con la consiguiente invasión de las competencias de los Estados. La sentencia del tribunal nacional está sólidamente fundamentada. Singularmente, examina de manera minuciosa cómo en este caso el Tribunal de la Unión se aparta de su establecido modo de operar con el principio de proporcionalidad. En fin, la realidad es que no se puede decir que, en sus formas, el Tribunal Constitucional Federal haya dado pruebas de moderación en lo que respecta a sus colegas de Luxemburgo. Para ningún tribunal de justicia resulta plato de gusto la imputación de haber dictado una resolución “pura y simplemente imposible de ejecutar”, deviniendo en esa misma medida “objetivamente arbitraria”. La consecuencia estaba a partir de ahí cantada: “En tanto que acto producido ultra vires carece de fuerza vinculante”.
Ahora bien, de nuevo hay que hacer un rastreo que de explicación de este lenguaje jurisdiccional. De resultas del cual aparecerá cómo el Tribunal Constitucional se ha visto cogido en su propia trampa. En una resolución de 2010 el Tribunal había precisado minuciosamente los estrictos términos y condiciones bajo las cuales le resultaría excepcionalmente posible desatender una sentencia del Tribunal de Justicia. En primer lugar, sólo adoptaría una resolución de este alcance una vez obtenida la respuesta del Tribunal de Justicia a la oportuna cuestión prejudicial previamente planteada; en segundo lugar, no serían suficientes meras diferencias de opinión entre ambos tribunales acerca de la correcta interpretación de los Tratados, debiendo por el contrario resultar el criterio del Tribunal de la Unión simplemente insostenible y en definitiva arbitrario; en tercer y último lugar, esa resolución habría de tener la consecuencia de operar un desplazamiento estructural del peso político relativo desde los Estados miembros hacía la UE. A partir de aquí podría decirse que al Tribunal de Karlsruhe casi no le quedaba otra sino emplear en algún momento un lenguaje en último término concebido para garantía del Tribunal de Justicia: Es lo que ha terminado pasando.
¿Tiene solución este conflicto? La pregunta tiene dos respuestas, una de orden general, concerniente a la relación entre ambos tribunales, y otra referida a las concretas consecuencias para el programa de adquisición de deuda pública. Por lo que hace a la primera, es este un caso en el que el derecho se ve simplemente confrontado con sus propios límites. Dado que ambos tribunales argumentan de forma impecable a partir de sus respectivas premisas, no habría solución a la vista: En unas circunstancias en las que, en un mismo asunto, se presentan dos resoluciones judiciales mutuamente contradictorias, con la particularidad añadida de que, al no ser la Unión un Estado organizado con arreglo al principio de jerarquía normativa, no hay sentencia que pueda casar a la otra. Es un estado de cosas del que la ciencia jurídica puede terminar obteniendo beneficio: La imposibilidad de recurrir a un inexistente principio de jerarquía fuerza a los tribunales a emplearse en un ejercicio de consideración mutua. Este ejercicio de consideración ha sido practicado por el lado Tribunal Constitucional Federal, aun haciéndose algo de violencia a sí mismo, hasta el pasado 5 de mayo. Del Tribunal de la Unión no se puede decir lo mismo. Algo se habría avanzado si en el futuro ambos se emplearan en esta práctica.
Por lo que hace por fin a la segunda de las respuestas, bastaría con que el BCE emitiese una explicación, articulada del modo que fuera, respecto del carácter proporcional del repetido programa de adquisición de deuda pública. Con ello el Banco Federal alemán podría continuar participando en dicho programa. En el capítulo de daños quedaría sin duda el incentivo que de la sentencia podría derivarse para aquellos de los Estados miembros de la UE inmersos en una dinámica de cuestionamiento del Estado de Derecho. Es algo invariablemente destacado por los críticos a la sentencia y desde luego puede asegurarse que tanto Hungría como Polonia invocarán el ejemplo alemán en sus diferendos con la Comisión, más allá de que Karlsruhe haya declarado inequívocamente la excepcionalidad de su resolución. Pero, a la postre: ¿Es que cabe pedir al juez, cuando del Derecho se trata, que se abstenga de dictar una resolución que en su meditado y razonado criterio resulta obligada ante la posibilidad de que otros hagan un uso abusivo de ella?
Dieter Grimm es catedrático emérito de Derecho Público de la Universidad Humboldt de Berlín. Entre los años 1987 y 1999 fue magistrado del Tribunal Constitucional Federal en su Sala Primera, sin competencia jurisdiccional en materias relacionadas con el Derecho de la UE.
Traducción de Pedro Cruz Villalón.
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